2/5/12

LA MUERTE DE LA CONVERSACIÓN

Acabo de leer en internet que a la
entrada de algunos restaurantes
europeos les decomisan a los clientes
sus teléfonos celulares. Según la nota,
se trata de una corriente de personas
que busca recobrar el placer de comer,
beber y conversar sin que los ring
tones interrumpan, ni los comensales
den vueltas como gatos entre las
mesas mientras hablan a gritos. La
noticia me produjo envidia de la
buena. Personalmente, ya no recuerdo
lo que es sostener una conversación
de corrido, larga y profunda, bebiendo
café o chocolate, sin que mi
interlocutor me deje con la palabra en
la boca, porque suena su celular.
En ocasiones es peor. Hace poco
estaba en una reunión de trabajo que
simplemente se disolvió porque tres de
las cinco personas que estábamos en
la mesa empezaron a atender sus
llamadas urgentes por celular. Era un
caos indescriptible de conversaciones
al mismo tiempo. Gracias al celular, la
conversación se está convirtiendo en
un esbozo telegráfico que no llega a
ningún lado. El teléfono se ha
convertido en un verdadero intruso.
Cada vez es peor. Antes, la gente solía
buscar un rincón para hablar. Ahora se
ha perdido el pudor. Todo el mundo
grita por su móvil, desde el lugar
mismo en que se encuentra.
No niego las virtudes de la
comunicación por celular. La velocidad,
el don de la ubicuidad que produce y
por supuesto, la integración que ha
propiciado para muchos sectores
antes al margen de la telefonía. Pero
me preocupa que mientras más nos
comunicamos en la distancia, menos
nos hablamos cuando estamos cerca.
Me impresiona la dependencia que
tenemos del teléfono. Preferimos
perder la cédula profesional que el
móvil, pues con frecuencia, la tarjeta
sim funciona más que nuestra propia
memoria. El celular más que un
instrumento, parece una extensión del
cuerpo, y casi nadie puede resistir la
sensación de abandono y soledad
cuando pasan las horas y este no
suena. Por eso quizá algunos nunca lo
apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de
uno contestar en voz baja para decir:
"Estoy en cine, ahora te llamo".
Es algo que por más que intento, no
puedo entender. También puedo
percibir la sensación de desamparo
que se produce en muchas personas
cuando las azafatas dicen en el avión
que está a punto de despegar que es
hora de apagar los celulares. También
he sido testigo de la inquietud que se
desata cuando suena uno de los
timbres más populares y todos en acto
reflejo nos llevamos la mano al bolsillo
o la cartera, buscando el propio
aparato.
Pero de todos, los Blackberry merecen
capítulo aparte. Enajenados y autistas.
Así he visto a muchos de mis colegas,
absortos en el chat de este nuevo
invento. La escena suele repetirse. El
Blackberry en el escritorio. Un pitido
que anuncia la llegada de un mensaje,
y el personaje que tengo en frente se
lanza sobre el teléfono. Casi nunca
pueden abstenerse de contestar de
inmediato. Lo veo teclear un rato,
masajear la bolita, y sonreír; luego
mirarme y decir: "¿En qué íbamos?".
Pero ya la conversación se ha ido al
traste. No conozco a nadie que tenga
Blackberry y no sea adicto a éste.
Alguien me decía que antes, en las
mañanas al levantarse, su primer
instinto era tomarse un buen café.
Ahora su primer acto cotidiano es
tomar su aparato y responder al
instante todos sus mensajes. Es la
tiranía de lo instantáneo, de lo
simultáneo, de lo disperso, de la
sobredosis de información y de la
conexión con un mundo virtual que
terminará acabando con el otrora
delicioso placer de conversar con el
otro, frente a frente.
ANONIMO

(Gracias a mi amiga Sonja que me lo hizo llegar)