19/5/12

Mi padre es un tirano. Svetlana segunda parte

Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana
Stalina, fue la única hija de Iósif
Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero
de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de
noviembre de 2011 bajo el nombre de
Lana Peters.
Según contó en un libro
autobiográfico, Veinte cartas a un
amigo, tuvo una infancia privilegiada,
de princesa comunista: la educó una
institutriz y su padre la adoraba. La
llamaba “mi pequeño gorrión”, le
regalaba juguetes fuera del alcance de
otros niños rusos, solía cogerla en
brazos, besarla, acariciarla… Hay fotos
que inmortalizan esos recuerdos; en
una de ellas se ve a Svetlana, una niña
de unos diez años, en brazos de un
mostachudo Stalin, de uniforme y con
gorra de plato. Su madre, Nadya, era
más distante con ella, menos cariñosa.
En noviembre de 1932, los jerifaltes
comunistas celebraron un banquete
en conmemoración del decimoquinto
aniversario de la revolución. Stalin
exigió en público a su mujer que
bebiera alcohol; Nadya se negó. Su
marido insistió hasta que Nadya se
levantó de la silla, salió corriendo de
la sala y regresó a su apartamento en
el Kremlin, donde se pegó un tiro. A
la pequeña Svetlana le dijeron que su
madre había muerto de apendicitis.
Circularon rumores que atribuían la
muerte de Nadya al propio Stalin.
Svetlana desmiente esa acusación; su
madre se suicidó y dejó una carta
dirigida a su marido llena de
reproches y acusaciones, no solo
personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de
Svetlana transcurrieron sin mayores
sobresaltos, en un mundo de
privilegios y envuelta en el cariño de
su padre, quien no era igual de tierno
con sus otros hijos. Svetlana tenía un
medio hermano, Yakov, que intentó
suicidarse, sin conseguirlo,
provocando el comentario de su
padre: “Es tan inútil que ni matarse
sabe”. Durante la II Guerra Mundial,
Yakov cayó prisionero de los
alemanes, quienes exigieron a Stalin
la entrega de un general alemán a
cambio de su liberación. Stalin
rechazó el trueque y el ejército
alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las
relaciones con su padre cambiaron.
Fue cuando descubrió que su madre
no había muerto de enfermedad y fue
testigo del maltrato de sus dos
hermanos por su padre: a uno lo dejó
morir; al otro, Vassily, lo humilló y
acosó de tal modo que se volvió
alcohólico. Svetlana inició un romance
con un joven realizador de cine judío.
Su padre, antisemita, montó en cólera
al enterarse, la abofeteó y acusó al
joven de ser un espía inglés,
deportándolo a Siberia. Svetlana
desafió a su padre casándose a
continuación con otro hombre judío,
a quien Stalin nunca quiso conocer y
del cual Svetlana se divorció tras dar a
luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de
conveniencia: por indicación de su
padre se casó con el hijo de un alto
cargo del partido, con el que tuvo una
hija y de quien también se divorciaría.
Tras la muerte de Stalin en 1953,
Svetlana dejó de ser una princesa
comunista. Jruschov denunció
públicamente los crímenes de su
padre y ella fue despojada de sus
prerrogativas. Su apellido ya no le
abría todas las puertas, al contrario:
era el del déspota caído en desgracia,
al que todos odiaban. Quizá por eso,
en 1957 adoptó de forma legal el
apellido de su madre, Alilúyeva. En
1963 se enamoró de un comunista
indio que visitaba Moscú, Brajesh
Singh. No llegaron a casarse, el
Gobierno no se lo permitió, aunque
ella siempre se refería a él como a su
marido. Singh murió enfermo en
Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo
permiso para viajar a India con las
cenizas de su marido. En ese viaje, la
vida de Svetlana dio un giro: para
escándalo del Gobierno soviético y
regocijo del norteamericano, pidió
asilo político en la Embajada de
Estados Unidos en Nueva Delhi. Llegó
a Nueva York en abril de 1967 y en
una multitudinaria conferencia de
prensa tildó a su padre de déspota y
de monstruo y afirmó que huía a
Estados Unidos en busca de la
libertad de que estaba privada en
Rusia, donde imperaba un régimen
corrupto. Dejó en Rusia a sus dos
hijos. En Estados Unidos escribió el
libro autobiográfico que he
mencionado, por el que cobró medio
millón de dólares y en el que,
reconociendo las atrocidades
cometidas por su padre, atenuaba la
culpa de este atribuyendo sus
desmanes a un trastorno paranoico
que se le habría declarado tras el
suicidio de su mujer y a la influencia
de su insidioso jefe de policía, el
taimado Beria. En 1970 se casó con el
arquitecto William Wesley Peters,
discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó
como celestina Olgivanna, la viuda de
Wright, una mujer que creía en el
espiritismo y que había llegado a la
conclusión de que Svetlana era la
reencarnación de su propia hija,
también llamada Svetlana, quien
murió en un accidente de tráfico tras
su matrimonio con Peters. A Olgivanna
se le metió en la cabeza casar al viudo
con la reencarnación de su hija y lo
consiguió. Peters fue el padre de Olga,
la tercera hija de Svetlana. Ese
matrimonio tampoco duró. Svetlana
se fue a vivir a Inglaterra con Olga, y
en 1984, en otro viraje sorprendente,
volvió a la Unión Soviética, donde fue
recibida como una hija pródiga y
donde no se cansó de condenar “los
sufrimientos y miserias” del mundo
occidental.
Su regreso coincidió, y no por
casualidad, con la rehabilitación oficial
de la figura de Stalin; Svetlana, que
tanto lo había criticado en América, le
dedicó todo tipo de elogios e
inauguró un museo en su honor.
Volvió a ver a su hijo Yosef; su hija
Ekaterina no quiso encontrarse con
ella. El idilio ruso duró poco; su hijo y
ella se pelearon, el Gobierno la trató
bien, aunque no tanto como
esperaba, y en 1986 regresó a Estados
Unidos, donde llevó una vida solitaria
bajo la identidad de Lana Peters. Allí
murió hace unos meses en una
residencia de la tercera edad. ¿Era
Svetlana Stalin una oportunista que
solo dejó la URSS tras la muerte de su
padre y su caída en desgracia? ¿Lo
habría criticado públicamente en otro
caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer
inestable que no encontró el
equilibrio ni la paz en ningún sitio y
que su vida estuvo marcada de
principio a fin por su filiación. “La
sombra de mi padre me envuelve
haga lo que haga o diga lo que diga”,
se quejó. Puede que fuera eso lo que
intentara, inútilmente: escapar de la
sombra del padre, del peso del
apellido, del estigma o la mancha de
ser la hija del tirano, de una culpa
heredada de la que no consiguió
librarse.


Foto stalin
Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)