La idea que tenemos de Kant parece
inseparable de una cierta
meticulosidad que pega muy bien con
la sistematicidad de su obra. Sin
embargo, aunque esto es cierto, no
todo es tal como el mito cuenta.
e Immanuel Kant probablemente hoy
se conozca más su puntualidad que su
epistemología. Los lectores de La crítica
de la razón pura escasean y en cambio
la anécdota que explica cómo las
matronas de Königsberg ponían en
hora los relojes al ver pasar al filósofo
en su paseo vespertino tiene siempre
una gran acogida, resulta simpática y
funciona como el ejemplo perfecto de
cómo la maquinaria del pensamiento
ilustrado tiraniza simétricamente a la
naturaleza y al individuo.
Cumplidos los cuarenta, sin haber
salido nunca de su ciudad natal,
soltero y aquejado de una hipocondría
justificada por un buen muestrario de
dolores, Kant se autoimpuso una
rutina estricta que seguiría los
siguientes cuarenta años (las cuatro
décadas que acogen el grueso de su
obra filosófica). Lampe, su criado, le
despertaba invariablemente a las cinco
de la mañana. Tomaba un té y fumaba
una pipa, la única del día. Leía y
preparaba las lecciones hasta las siete,
recibía a sus alumnos y después de la
clase volvía al estudio para trabajar
hasta el mediodía. Se vestía entonces
de manera formal y realizaba su única
comida del día acompañado de un
grupo cuidadosamente escogido de
invitados que nunca superaba en
número a las Musas, ocho, ni era
inferior a las Gracias, tres. El alegre
almuerzo y la conversación
subsiguiente constituían su principal
acto social y se prolongaban hasta la
hora del paseo, que realizaba solo,
contando los pasos y respirando por
la nariz. La caminata le llevaba hasta la
casa de su amigo Joseph Green, con el
que pasaba la tarde hasta las siete en
punto, momento en el que realizaba el
legendario paseo vespertino de vuelta
a casa, que servía para poner en hora
los relojes. Leía hasta las diez y se
dormía, tras un protocolo de relajación
de un cuarto de hora en el que
procuraba dejar la mente en blanco
para evitar que los sueños
entorpecieran su descanso nocturno.
Conocemos esta mecanización de los
usos del día en la vida de Kant porque
se convirtió inmediatamente en un
tema literario: casi todos los autores de
su entorno académico (Hamann,
Jachmann, Borowski, Herder) lo
describen en su obra e incluso algún
testimonio, como el de Wasanski, que
relata con una morosidad minuciosa la
pérdida de facultades, la enfermedad y
la muerte del filósofo octogenario, le
sirve a un escritor de la generación
siguiente, Thomas de Quincey, para
construir un relato dramático sobre la
decadencia de la mente más preclara
de Occidente. Para el autor de
Confesiones de un comedor de opio y
Del asesinato como una de las Bellas
Artes es más elocuente la enfermedad
de Kant que su filosofía. Sin embargo,
esta enfermedad (que hoy se supone
alzheimer), y otras anécdotas tales
como que su vasito de vino por la
noches era algo más que eso, no sólo
disculpan esa estereotipada
regularidad si no que incluso han de
relativizarla notablemente.
Es probable que cualquier
aproximación a la biografía de Kant
esté deformada por el punto de vista
literario interiorizado por el propio
entorno testimonial del filósofo. De
hecho, los detalles de su ejemplar
puntualidad se confunden con una
obra teatral de la época, El hombre del
reloj,del autor satírico von Hippel,
alcalde de Königsberg, amigo de Kant y
figura rescatada actualmente por el
feminismo, que muy probablemente se
inspiró en Green y no en Kant para su
personaje cronométrico, por lo que la
historia habría provocado una
transferencia de carácteres entre los
dos amigos íntimos: el anónimo y el
famoso. Si las matronas de Königsberg
ponían en hora el reloj al ver pasar a
Kant, era porque Green le invitaba a
abandonar su casa con una
puntualidad escrupulosa.
La cuestión del reloj no es en absoluto
anecdótica. La visión mecanicista de la
naturaleza, que está en la base de
nuestra era tecnocientífica, interpreta
el universo como un extraordinario
engranaje en el que los astros, los
gases y los fluidos terrestres se mueven
con la precisión y comprensibilidad de
un reloj: las cosas son predecibles y
matematizables, todo es reducible a
través del estudio y la comprobación
sistemática y sólo es verdad lo que es
científicamente demostrable. Con
insistencia persistente, los principales
pensadores modernos utilizan la
metáfora del reloj en sus descripciones
del mundo. Newton y Leibniz discuten
si Dios da cuerda al reloj del mundo,
Descartes imagina los deseos humanos
activados por contrapesos, muelles y
cadenas. Que Kant interiorizase en su
paseo vespertino los problemas
cosmológicos del reloj anuncia la
deriva individualista, el solipsismo
tecnológico de la modernidad.
Cuando el lector actual repasa las
descripciones de la vida diaria de Kant,
difícilmente puede eludir una doble
comparación. En primer lugar, Luis XIV,
el Rey Sol, un siglo antes, también
ritualiza rutinas, paseos y necesidades
fisiológicas, en la medida que
concentra el poder y convierte a la
aristocracia en los actores de una
comedia banal. La ritualización de la
vida burguesa que representa Kant
resulta ser paralela, en este caso, a la
Revolución Francesa, y revela la tiranía
de convenciones estrictas en que se
convertirá la vida familiar de la época
victoriana. La revolución burguesa del
espacio público se tra duce en el
autoritarismo del espacio privado. En
segundo lugar, Sócrates, que al igual
que Kant en su tiempo, ejemplificó el
compromiso con la verdad. Es el
diálogo con sus conocidos lo que le
permite a Sócrates diseccionar la
oscuridad de las cosas y extraer la
verdad. En cambio, en los almuerzos
sociales de Kant, a diferencia del
banquete socrático, no está bien visto
hablar de filosofía. La conversación
debe ser obligatoriamente ligera,
mientras que la filosofía se repliega al
espacio individual de la lectura y la
escritura. Los pensamientos pueden
escribirse, pero son casi siempre
silenciosos.
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notas/2008/11/26/_-01810693.htm