Oscar Wilde escribió: “De pequeños,
los hijos quieren a sus padres; de
mayores, los juzgan, rara vez los
perdonan”. Como todos los
aforismos, este admite salvedades y
matices; hay hijos que no quieren a
sus padres, los hay que nunca los
juzgan. Para bien o para mal, la
familia nos determina desde el primer
día que asomamos al mundo nuestra
cabecita. Nuestros padres configuran
nuestra identidad: nos dan el nombre
y los apellidos, que nos señalan como
hijos suyos. En el imaginario colectivo,
los hijos pertenecen a los padres, son
una extensión suya. En la Biblia, Dios
ordena a Abraham que le sacrifique a
su hijo Isaac, y solo una vez ha
comprobado que Abraham le
obedece, manda a un ángel para que
impida el sacrificio. Ese es el término
empleado: sacrificio, no ejecución, ni
asesinato, ni, en terminología jurídica
moderna, parricidio. Abraham al
matar a su hijo se sacrifica; ofrece a
Dios algo suyo. Ninguna divinidad ha
exigido nunca a un hijo que le
demuestre su fidelidad sacrificándole
a su padre. Los padres no pertenecen
a los hijos. Quizá por ello los
descendientes heredan la culpa, y no
al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del
Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo
que está bien y lo que está mal, no
solo en el seno familiar, sino en todo
el país, lo determina su voluntad o su
capricho? Cuando tu padre es lo más
parecido a una divinidad de carne y
hueso que conoces; cuando su efigie
adorna los billetes, cuando las calles
llevan su nombre… Y de pronto llega
un día en que el mundo que conoces
sufre un vuelco y tu padre, que era un
héroe, se convierte en el enemigo
público número uno y los medios de
comunicación denuncian sus
crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija
de un tirano? ¿Se hereda la culpa?
¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen,
¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras
analizar las biografías de las hijas de
cinco tiranos, o dictadores, o
genocidas, Svetlana Stalina, Carmen
Franco, Alina Fernández (hija de Fidel
Castro), Gudrun Himmler y Ana
Mladic, es que, como era previsible,
no hay una norma o un patrón
general: unas buscan sacudirse la
pesada carga del apellido paterno
cambiándoselo y huyendo a otro país;
otras, por el contrario, se
enorgullecen de su filiación y
reivindican con fanatismo la figura del
padre, cuyos crímenes niegan; la
quinta y última, Ana Mladic, tiene una
reacción trágica e imprevisible. Unas
se presentan como víctimas, otras
eligen ser cómplices; de lo que no
cabe duda es de que su trayectoria
personal, su identidad, lo que hacen o
dicen, quiénes son y cómo las ven los
demás, viene determinado por su
apellido y que ninguna de ellas ha
logrado evadirse de la ominosa
sombra paterna.
Foto: Himmler con su hija Gudrun en 1938 /
AP
Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)