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26/2/14

Víctor Hugo con sus hijos

Demain, dès l'aube: poema dedicado
al recuerdo de su hija fallecida muy
joven.
Demain, dès l'aube, à l'heure où
blanchit la campagne,
Je partirai. Vois-tu, je sais que tu
m'attends.
J'irai par la forêt, j'irai par la
montagne.
Je ne puis demeurer loin de toi plus
longtemps.
Je marcherai les yeux fixés sur mes
pensées,
Sans rien voir au dehors, sans
entendre aucun bruit,
Seul, inconnu, le dos courbé, les
mains croisées,
Triste, et le jour pour moi sera comme
la nuit.
Je ne regarderai ni l'or du soir qui
tombe,
Ni les voiles au loin descendant vers
Harfleur,
Et, quand j'arriverai, je mettrai sur ta
tombe
Un bouquet de houx vert et de
bruyère en fleur.
Mañana, con el alba, a la hora en que
blanquea la campiña,
partiré. ¿Ves?, sé que me esperas.
Iré por el bosque, iré por la montaña.
No puedo permanecer lejos de ti por
más tiempo.
Caminaré con los ojos fijos en mis
pensamientos,
Sin ver nada de fuera, sin oír ningún
ruido,
Solo, desconocido, con la espalda
encorvada, con las manos cruzadas,
Triste, y el día para mí será como la
noche.
No miraré ni el oro de la tarde que
cae,
Ni las velas a lo lejos que descienden
hacia Harfleur,
Y, cuando llegue, pondré sobre tu
tumba
Un ramillete de acebo verde y de
brezo en flor.

19/5/12

Mi padre es un tirano. Ana sexta parte

Hace seis años leí en el periódico
inglés The Times una historia que me
impresionó sobre una joven serbia, de
23 años, atractiva, simpática y muy
estudiosa, que cursaba el último curso
de Medicina en la Universidad de
Belgrado, quizá para cumplir la
vocación frustrada de su padre, quien
la quería con locura. Era una hija
modelo y se llamaba Ana; su padre es
Ratko Mladic, también conocido como
el Carnicero de Srebrenica,
comandante en jefe del Ejército
serbobosnio, el Himmler de Karadzic,
a quien se imputan, entre otros
crímenes de guerra, el prolongado
asedio de Sarajevo y la matanza de
8.000 musulmanes en Srebrenica, la
mayor masacre en suelo europeo
desde la II Guerra Mundial.
A principios de marzo de 1994, en
plena guerra de Bosnia, Ana fue a
Moscú con compañeros de curso en
viaje de fin de carrera. A su regreso
era otra: se quejaba de un incesante
dolor de cabeza, de no poder
concentrarse en el estudio de los
exámenes finales, estaba triste,
abatida, apenas hablaba… La noche
del 24 de marzo de 1994, Ana se
disparó un tiro en la sien con la
pistola favorita de su padre, quien se
hallaba en el frente. Esa pistola tenía
un significado especial en la familia:
era la que regalaron sus compañeros
al general cuando se graduó como el
mejor cadete de su promoción en la
academia militar de Belgrado. Mladic
había dicho que solo la dispararía
para celebrar el nacimiento del primer
nieto que llevara su apellido. En la
casa había otras dos pistolas. ¿Por
qué eligió aquella Ana? La hija de
Mladic no dejó ninguna nota que
explicara sus motivos. Tras su muerte
se dispararon los rumores: se decía
que Ana había descubierto en Moscú
las atrocidades perpetradas por su
padre y que esa revelación la empujó
al suicidio. Mladic sigue sin aceptar
que su hija se quitara la vida; sostiene
que fue asesinada o que alguien en
Moscú le inoculó un veneno que le
trastornó la mente. “Mi hija nunca se
mataría con esa pistola”, afirma.
“Sabía lo que significaba para mí”.
Si con su gesto Ana mandó a su
padre un mensaje cifrado que
buscaba hacerle recapacitar, no lo
consiguió: tras la muerte de su hija, la
crueldad de Mladic se desató hasta
extremos inconcebibles. Pocos días
después del entierro emprendió la
ofensiva de Gorazde, que bautizó con
el nombre de Operación Estrella,
apelativo cariñoso que daba a su hija.
En julio de 1995 invadió Srebrenica;
en menos de cuatro días, las fuerzas
de Mladic ejecutaron a sangre fría a
8.000 varones musulmanes de entre
12 y 75 años, todos civiles, que se
habían refugiado en la base militar de
la ONU de Potocari. Los cadáveres
fueron arrojados a fosas comunes.
Diecisiete años después, un equipo
internacional de forenses continúa
trabajando en la apertura de las fosas
y en la exhumación de los cuerpos
para su identificación. Ratko Mladic
permaneció fugitivo de la justicia
durante 15 años; era el criminal de
guerra más buscado de Europa. Poco
después de su captura en Serbia, en
mayo de 2011, Ratko Mladic pidió al
Gobierno serbio que antes de
extraditarlo a La Haya le permitieran
visitar la tumba de su hija, “o si no,
que me traigan su ataúd a la cárcel”,
dijo. Está previsto que mañana, 14 de
mayo, comience la vista oral de su
juicio en La Haya.
El caso de Ana Mladic es excepcional.
Las otras hijas de genocidas y tiranos
que acabo de mencionar, bien han
reaccionado negando los crímenes de
sus progenitores, bien han procurado
librarse de la culpa heredada
mediante la huida y una nueva
identidad. Ana Mladic se quitó la vida
cuando su padre era un héroe para
los que le rodeaban, cuando aún no
había perdido la guerra ni había caído
en desgracia. Ana era una joven
nacionalista serbia que creía
firmemente en la causa del general
Mladic y en su visión maniquea de la
contienda: nosotros somos los
buenos, y ellos, los musulmanes, los
malos; hay que aniquilarlos para que
no acaben con el pueblo serbio. Pero
algo sucedió en Moscú que
resquebrajó esa certidumbre. Todo
hace pensar que tuvo lugar una lucha
entre el amor filial y su sentido de lo
que estaba bien y lo que estaba mal:
se atrevió a dudar, a enfrentarse a la
verdad. He empleado tres años en
investigar la vida de Ana Mladic y el
conflicto bélico de los Balcanes. En mi
novela La hija del Este mezclo realidad
y ficción; creo que el lector advertirá
cuán cercano le resulta el personaje y
se dirá, como me decía yo en el curso
de mi investigación: “Podría haber
sucedido aquí, podríamos ser
nosotros”.

Foto Ratko Mladic
Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)

Mi padre es un tirano. Gudrun quinta parte

La culpa heredada puede ser
colectiva. En la Alemania de la
posguerra, una generación de niños
creció sabiendo que sus padres
habían sido nazis. Para escribir su
libro Nacido culpable, Peter Sichrovsky
entrevistó a 40 descendientes de
nazis. La mayoría de ellos confesaron
que una cosa es condenar los
asesinatos, las torturas, las vejaciones
cometidas por los nazis, y otra,
enterarte de que tu padre fue uno de
ellos. En muchos casos lo
descubrieron tarde y a través de
terceras personas, en sus familias
había un pacto de silencio.
Las reacciones de los hijos de los
nazis oscilaban del odio y el rechazo a
la vergüenza callada, la distancia, el
disgusto o la lealtad. Ninguno
hablaba de amor al referirse a su
padre. Peter Sichrovsky estaba
empeñado en que esos hijos se
atrevieran a preguntar a sus padres:
“¿por qué lo hiciste?”, y esa, quizá, es
la pregunta que no querían o no
podían hacer, por temor a la
respuesta: “Porque para mí estaba
bien, no me arrepiento de nada; lo
volvería a hacer”.
No me arrepiento de nada es
precisamente el título de una biografía
de Rudolph Hess publicada por su
hijo, Wolf-Rüdiger Hess, negador del
Holocausto y quien sostiene que su
padre no murió de forma natural en
la cárcel, sino que fue asesinado.
Niklas Frank, uno de los dos hijos de
Hans Frank, el gobernador nazi de
Polonia, contó a la revista alemana
Stern que el día que ahorcaron a su
padre tras el juicio de Núremberg se
masturbó sobre una foto de aquel
hombre a quien calificaba de cobarde,
corrupto, ansioso de poder, cruel y
asesino, “el hombre que hizo posible
Auschwitz”.
Niklas Frank dedicó gran parte de su
vida a publicar libros y artículos contra
su padre. Su hermano Norman
declaró en 1959 que su progenitor era
culpable sin paliativos. “Cometió
crímenes terribles y pagó por ello con
su vida”. Norman no ha querido tener
hijos propios para no propagar la
simiente maldita, para extinguir ese
apellido infame.
Martin Bormann, el hijo del
lugarteniente de Hitler, se aplicó a la
misión de investigar la vida de su
padre, con un objetivo: averiguar si
aquel tenía conocimiento del
Holocausto y los crímenes
perpetrados por el régimen al que
sirvió o si era inocente. Llegó a la
conclusión de que su padre lo sabía
todo; su firma estaba al pie de
demasiados documentos y órdenes
importantes. Sin embargo, lleva
siempre en su bolsillo una vieja postal
que su padre le mandó en 1943 en la
que le llamaba “hijo de mi corazón”.
Se disculpa diciendo: “Entienda usted
que esa es la imagen que yo tengo
como hijo y no me la pueden quitar”.
Dentro de la jerarquía de los
criminales nazis, tras Hitler, quizá el
que más horror o espanto provoca es
Heinrich Himmler, el jefe de las
temibles SS, quien dirigió, como
ministro del Interior, a la policía
secreta de la Gestapo y fue el
impulsor, organizador y responsable
del programa de exterminio de los
judíos, a los que odiaba. Himmler se
enorgullecía de sus SS, en sus
palabras “una Organización Nacional
Socialista integrada por hombres
escogidos por sus características
nórdicas y unidos por un juramento
de sangre… Con el coraje de ser
impopulares… Con el valor de ser
duros e insensibles…”. En esa
alocución de octubre de 1943,
Himmler explicó a sus generales de
las SS que “el pueblo judío está
siendo exterminado… Muchos de
vosotros sabréis lo que es contemplar
una montaña de 100, 500 o 1.000
cadáveres… Esta es una página
gloriosa de nuestra historia”.
Los judíos, según himmler, aunque
física y biológicamente idénticos a los
demás seres humanos, eran mental y
espiritualmente inferiores, menos que
animales: subhumanos. Himmler era
un fanático, un tipo gris, frío,
metódico, tremendamente eficaz,
obsesionado con medrar y complacer
al Führer, pero era también un padre
cariñoso que idolatraba a su única
hija, Gudrun, una niña rubia de
aspecto angelical a quien llamaba
Puppi (muñeca). En una fotografía
muy difundida se ve a Heinrich
Himmler ataviado con el uniforme
negro de las SS, en la manga
izquierda un brazalete con la
esvástica, sosteniendo en sus rodillas
a la pequeña Gudrun, y hay un gran
contraste entre ese hombre de perfil
ratonil, con nariz afilada, gafas
redondas, bigotito fascista, mejillas
fofas y barbilla huidiza y esa niña
guapa, de trenzas rubias, piel
transparente y rasgos delicados, la
perfecta aria. Gudrun adoraba a su
padre; solía entretenerse recortando
las fotos de Himmler que aparecían en
la prensa y pegándolas en un álbum.
Al final de la guerra, Himmler fue
capturado por los ingleses y se
suicidó antes de ser juzgado, como su
venerado Hitler. Gudrun y su madre
fueron detenidas en Italia por los
americanos, quienes las recluyeron en
un campo de prisioneros, donde
Gudrun dio muestras de su
obstinación y su carácter. En el libro
My Father’s Keeper (en español, Tú
llevas mi nombre), de Stephan y
Norbert Lebert, sobre las vidas de seis
hijos de gerifaltes nazis, se recoge una
anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no
le gustaba el rancho que les daban
los americanos e inició una huelga de
hambre. Se puso enferma, perdió
peso de forma alarmante, pero
consiguió su propósito: al cabo de
unas semanas, ella y su madre fueron
las únicas prisioneras que tenían el
privilegio de comer lo mismo que los
oficiales norteamericanos. Gudrun y
su madre pasaron dos años en
sucesivos campos de concentración;
las llevaron a Núremberg, en calidad
de testigos. A Gudrun le preguntaron
si alguna vez había ido a un campo
de concentración.
–Una vez fui a Dachau –respondió.
¿Con tu padre?
–Sí.
–¿Y qué viste allí?
–Mi padre me mostró un jardín
plantado con hierbas y me enseñó a
diferenciar unas de otras –dijo
Gudrun.
–Ya veo… ¿Quieres darme a entender
que no viste a ningún prisionero?
–Vi algunos prisioneros… –admitió
Gudrun.
–¿Y qué te explicó tu padre sobre
ellos?
–Me dijo que los que llevaban un
triángulo rojo eran presos políticos, y
los otros, criminales.
No le pudieron sacar nada más.
Gudrun se enteró de la muerte de su
padre por casualidad, sus captores se
la habían ocultado, pero un día un
periodista americano fue a entrevistar
a la mujer de Himmler en su celda y
Gudrun aprovechó para hacerle
aquella pregunta que nadie le
respondía:
–¿Dónde está mi padre?
–Muerto –respondió el periodista–.
Se envenenó con cianuro hace algún
tiempo.
Gudrun, que ya había cumplido los
quince años, sufrió un colapso físico y
mental. Era una chica pálida,
enfermiza, extremadamente delgada,
propensa a los desmayos y poco
desarrollada; a los dieciséis años la
tomaban por una niña de doce.
Siempre ha negado el suicidio de su
padre y afirma que fue asesinado. Los
americanos no sabían cómo sacarse
de encima a la viuda y la hija del
gerifalte nazi. Estas les confesaron que
no tenían familia, ni conocidos, ni
nadie a quien acudir. Estaban solas en
el mundo y tenían un apellido
maldito. Los americanos les
aconsejaron que se lo cambiaran,
pero Gudrun se resistió; mantuvo el
apellido Himmler, y cuando le
preguntaban sobre la ocupación de
su padre, contestaba: “Era el jefe de
las SS”.
Tuvo problemas para ser admitida en
la escuela y en la universidad y perdió
varios trabajos debido a su apellido,
pero se negó en redondo a
modificarlo; por voluntad propia se
convirtió en una especie de mártir del
nazismo. Con el tiempo se casó y
pasó a llamarse Gudrun Burwitz. Tuvo
varios hijos y fue una típica madre de
familia alemana, con un hobby muy
especial: Gudrun Burwitz es el alma de
una organización de apoyo a los
exmiembros del régimen nazi
denominada Stille Hilfe (ayuda
tranquila), que les presta ayuda
financiera, médica y legal, tanto en
Alemania como en otros países donde
buscaron refugio los nazis prófugos.
Stille Hilfe nació en 1951 como una
organización humanitaria, promovida
por la aristocracia nazi, la Iglesia
católica y la protestante, que contó
con el beneplácito del papa Pío XII,
de un obispo y del sacerdote
responsable de Cáritas de Alemania.
Dispone de amplios recursos y más de
un millar de benefactores. Gudrun
Burwitz es asidua a los mítines
neonazis y ha consagrado su vida a
rehabilitar la figura de su padre y a
glorificar su memoria. Es una nazi
convencida; para ella, su padre no fue
culpable, sino víctima. Al parecer, tiene
mal carácter, es una mujer áspera,
desabrida y terca que ha hecho de su
vida una cruzada: Gudrun Himmler
contra el mundo.

Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)

Mi padre es un tirano. Alina cuarta parte

Alina Fernández es la única hija de
Fidel Castro, que además tiene siete
hijos varones. Su madre, Natalia
Revuelta, pertenecía a la alta
burguesía cubana de la época de
Batista. Nati Revuelta era una mujer
muy guapa y bastante osada, que
entregó al rebelde Fidel Castro la llave
de un apartamento suyo en La
Habana para que este pudiera
organizar desde allí sus actividades
clandestinas. Nati y Fidel se hicieron
amantes. En 1953, Castro fue
detenido y acabó en prisión, pero
siguió comunicándose con Nati en
secreto.
Un día envió por error a su mujer,
Myrta Díaz-Balart, una carta dirigida a
su amante. El adulterio se descubrió;
Myrta Díaz-Balart pidió el divorció y
abandonó Cuba. En 1959, cuando la
revolución triunfó, fue el doctor
Fernández, el marido de Nati, quien
huyó de Cuba con su hija mayor. En
La Habana se quedaron Nati y Alina, la
hija ilegítima y no reconocida de Fidel
Castro. Según Alina, aunque Fidel
siguió visitando regularmente a su
madre en los primeros años de la
revolución, nunca ofreció casarse con
Nati, ni reconoció a su hija como tal;
para Alina, Fidel Castro era un amigo
muy simpático de su madre que le
hacía regalos.
A los diez años se enteró de que Fidel
Castro era su verdadero padre. En su
libro autobiográfico La hija de Castro:
Memorias del exilio de Cuba, escribió
que reaccionó pidiendo a su madre
que llamara a Fidel Castro. “Dile que
venga ahora mismo. ¡Tengo tantas
cosas que decirle!”, y Nati le contestó
que no podía hacerlo porque no
sabía cómo localizarlo. Sea verdad o
mentira, esta es la historia que cuenta
Alina. Escribe en su relato que su
padre acabó por reconocerla y le
ofreció su apellido, pero ella no
lo aceptó, la oferta llegó demasiado
tarde. Sus detractores sostienen que
durante su adolescencia y juventud,
Alina gozó de los privilegios propios
de los hijos de los altos cargos del
partido comunista: tenía coche,
chófer, fue aceptada en el equipo de
natación sincronizada y en la escuela
de ballet sin ningún requisito previo,
le bastaba con pedir un trabajo para
conseguirlo…
Ella afirma que su vida no fue fácil;
solo una vez visitó en su casa a Fidel
Castro, sus contactos con él eran
esporádicos y vivía como cualquier
otro cubano “en un país sin comida,
ni electricidad, ni libertad de opinión o
movimientos”. Ser hija de Fidel,
protesta, suponía vivir bajo vigilancia
permanente. “No puedo poner una
pata en la calle sin que me hagan un
informito. Si voy a un cabaret,
intimidan a la gente que me invita. No
puedo entrar dos veces a una
embajada, está prohibido que me
monte en un avión. No encuentro
trabajo si alguien no lo autoriza. Si me
ves con una amiga, se convierte en tu
amante. Soy una isla dentro de esta
dichosa isla. ‘¿Quieres que acabe por
pegarme un tiro?”, le preguntó una
desesperada Alina al ministro del
Interior cuando intentaba conseguir la
autorización de Fidel para casarse,
según recoge su autobiografía. Lo
cierto es que pese a su carácter
rebelde, su apoyo a la disidencia y sus
críticas constantes al Gobierno de su
padre, no fue perseguida ni
encarcelada: es obvio que sí tenía
privilegios, por lo menos este. Su
padre quería que estudiara Químicas;
ella emprendió, y no terminó,
estudios de medicina, fue modelo,
editora y prostituta (“jinetera”), o eso
afirma, para poder dar de comer a su
hija. “Ser hija de Fidel Castro no es
fácil, ni en Cuba ni fuera”, se lamenta.
“Cuando la gente me ve, se acuerda
de su verdugo. Cuando me encuentro
con sus víctimas, no puedo evitar
angustiarme, sentir culpa”.
Se casó con un mexicano y pidió
permiso para viajar a México; le fue
denegado. En 1993, haciéndose pasar
por una turista española, con un
pasaporte falso y una peluca, escapó
de Cuba y se instaló en Miami, sede
del exilio cubano. Como Svetlana
Stalin, huyó sola, dejando atrás una
hija, Mumin, aunque poco después
Castro permitió que saliera del país
para reunirse con su madre.
Alina Fernández ha dedicado su vida
en el exilio a criticar a su padre y su
régimen político. Dice de Fidel que en
un principio fue un revolucionario,
empeñado en lograr la justicia social,
pero que cuando accedió al poder y
empezó a fusilar gente, el
revolucionario se tornó en déspota.
Ella se presenta como otra víctima más
de Fidel Castro. Puede que influya en
su reacción el ser hija ilegítima y no
querida, tal vez haya un fondo de
resentimiento en su postura. Al igual
que Svetlana Stalin, tiene un carácter
inestable, con bruscos cambios de
humor. Ha tenido problemas de
anorexia, dicen de ella que es
imprevisible y caprichosa. Niega haber
sido nunca una hija de papá y se
considera una disidente como
cualquier otra. “Nuestros padres son
un accidente genético, no los
escogimos”, alega, y lleva razón, pero
es y será hasta que muera la hija de
Fidel, el héroe para algunos, el tirano
para otros; como Svetlana Stalina,
haga lo que haga, diga lo que diga, no
podrá escapar de su sombra.

Foto Fidel

Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)

Mi padre es un tirano. Carmen tercera parte

Carmen
Debe de ser muy extraño criarte en
un país en el que las calles principales
de todas las poblaciones llevan el
nombre de tu padre, su foto preside
las oficinas administrativas, los
despachos oficiales, las aulas
escolares, los hospitales; estatuas
suyas a caballo o en pose marcial
adornan las plazas, y los sacerdotes
ruegan por su salud y su alma en
todas las misas. Es como si el país
entero fuera parte del patrimonio
familiar, y todos sus habitantes,
súbditos de tu padre, siervos suyos.
Tu padre hace y deshace a su antojo;
ordena construir una carretera o un
aeropuerto, nombra y depone a los
ministros del Gobierno, sus
subalternos, dicta las leyes, cambia la
geografía: por una decisión suya, un
valle entero queda sumergido bajo un
pantano… Tu padre es omnipotente:
ante él tiemblan generales cubiertos
de medallas y galones y cardenales
purpurados. En las películas del cine,
los actores van cambiando, solo hay
uno permanente: tu padre, en el No-
Do, donde a veces también sales tú,
acompañando a mamá, las dos con
los brazos cargados de flores. Te
acostumbras desde que tienes razón
a ver a tu papá rodeado de
cortesanos que le rinden tributo y le
lisonjean. Si has de dar crédito a tus
ojos, es un hombre muy querido. Lo
llaman salvador de la patria, Caudillo…
Y a ti también te quieren mucho; todo
el mundo te hace fiestas, se te
consienten todos los caprichos, las
niñas se pelean por ser tus amigas y
hay un consenso unánime sobre lo
guapa que eres, lo lista y lo simpática.
Es como vivir en un país encantado,
en un lugar de cuento, y como en los
cuentos, también hay malos: los rojos,
esos seres siniestros a los que tu
padre derrotó en la guerra, y los
judíos y los masones, los cuales están
constantemente conspirando contra
ese héroe, tu padre, quien con mano
firme los persigue y castiga: mata a los
malos o los mete en la cárcel, hace
justicia y asegura la paz y la
prosperidad de esta gran finca
vuestra, donde sois tan amados y que
se llama España.
En su familia la llamaban Nenuca y
Carmencita. Fue educada por su
madre, porque su padre tenía
ocupaciones más importantes. Se
casó con el marqués de Villaverde y
tuvo siete hijos, todos nacidos en el
palacio del Pardo. En el año 2008
publicó un libro titulado Franco, mi
padre, en el que cuenta que su padre
era muy cariñoso y extrovertido y que
solía cantar zarzuela, pero la guerra le
cambió el talante “por el sentido de la
responsabilidad”. Dijo que a su padre
no le molestaba que le llamaran
dictador porque a él no le parecía
que eso fuera algo malo, lo cual es
coherente con su forma de pensar: a
Franco lo que le parecía mal era la
democracia.
Según carmen franco, su padre hizo
mucho bien: elevó el nivel de vida de
España y creó la clase media, “que
ahora existe y antes de él no existía”.
El progreso del país, para su hija, fue
mérito de su padre y no de sus
habitantes. Sobre la represión política
bajo la dictadura de su padre, aclara
que “no se hablaba de eso en casa”, y
en cuanto a la pena de muerte, su
padre era partidario de la ley del
Talión. También era muy monárquico,
dice, y confiaba en que el rey Juan
Carlos seguiría fiel a los principios del
régimen, dando a entender que los
franquistas, y entre ellos la hija de
Franco, se han sentido traicionados.
Nuestra transición fue incruenta, por
fortuna, pero hubo que pagar un
precio por ello. No hubo condena
oficial del régimen franquista, ni de las
atrocidades y excesos del dictador;
una ley de amnistía impide pedir
cuentas por los crímenes de la Guerra
Civil. La familia de Franco no fue
empujada al exilio, ni desposeída del
enorme patrimonio que el dictador
acumuló durante sus años de
gobierno; siguieron veraneando en el
pazo de Meirás y a Carmen Franco se
le otorgó el título de duquesa de
Franco con grandeza de España y vive
muy tranquila, salvo por algún
percance, como cuando la detuvo la
policía en el aeropuerto de Barajas,
cargada de joyas, con destino a Suiza.
Dudo que Carmen Franco sienta
compunción o vergüenza alguna por
lo que hizo su padre; supongo que
ella considera que era un mal
necesario y que, fuera como fuere,
había que poner coto a los rojos. Por
tanto, sospecho que, a diferencia de
Svetlana Stalina, no se siente
abrumada por el peso de la culpa de
su padre, porque para ella este no era
culpable de nada.

Foto Franco y su familia
Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)

Mi padre es un tirano. Svetlana segunda parte

Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana
Stalina, fue la única hija de Iósif
Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero
de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de
noviembre de 2011 bajo el nombre de
Lana Peters.
Según contó en un libro
autobiográfico, Veinte cartas a un
amigo, tuvo una infancia privilegiada,
de princesa comunista: la educó una
institutriz y su padre la adoraba. La
llamaba “mi pequeño gorrión”, le
regalaba juguetes fuera del alcance de
otros niños rusos, solía cogerla en
brazos, besarla, acariciarla… Hay fotos
que inmortalizan esos recuerdos; en
una de ellas se ve a Svetlana, una niña
de unos diez años, en brazos de un
mostachudo Stalin, de uniforme y con
gorra de plato. Su madre, Nadya, era
más distante con ella, menos cariñosa.
En noviembre de 1932, los jerifaltes
comunistas celebraron un banquete
en conmemoración del decimoquinto
aniversario de la revolución. Stalin
exigió en público a su mujer que
bebiera alcohol; Nadya se negó. Su
marido insistió hasta que Nadya se
levantó de la silla, salió corriendo de
la sala y regresó a su apartamento en
el Kremlin, donde se pegó un tiro. A
la pequeña Svetlana le dijeron que su
madre había muerto de apendicitis.
Circularon rumores que atribuían la
muerte de Nadya al propio Stalin.
Svetlana desmiente esa acusación; su
madre se suicidó y dejó una carta
dirigida a su marido llena de
reproches y acusaciones, no solo
personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de
Svetlana transcurrieron sin mayores
sobresaltos, en un mundo de
privilegios y envuelta en el cariño de
su padre, quien no era igual de tierno
con sus otros hijos. Svetlana tenía un
medio hermano, Yakov, que intentó
suicidarse, sin conseguirlo,
provocando el comentario de su
padre: “Es tan inútil que ni matarse
sabe”. Durante la II Guerra Mundial,
Yakov cayó prisionero de los
alemanes, quienes exigieron a Stalin
la entrega de un general alemán a
cambio de su liberación. Stalin
rechazó el trueque y el ejército
alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las
relaciones con su padre cambiaron.
Fue cuando descubrió que su madre
no había muerto de enfermedad y fue
testigo del maltrato de sus dos
hermanos por su padre: a uno lo dejó
morir; al otro, Vassily, lo humilló y
acosó de tal modo que se volvió
alcohólico. Svetlana inició un romance
con un joven realizador de cine judío.
Su padre, antisemita, montó en cólera
al enterarse, la abofeteó y acusó al
joven de ser un espía inglés,
deportándolo a Siberia. Svetlana
desafió a su padre casándose a
continuación con otro hombre judío,
a quien Stalin nunca quiso conocer y
del cual Svetlana se divorció tras dar a
luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de
conveniencia: por indicación de su
padre se casó con el hijo de un alto
cargo del partido, con el que tuvo una
hija y de quien también se divorciaría.
Tras la muerte de Stalin en 1953,
Svetlana dejó de ser una princesa
comunista. Jruschov denunció
públicamente los crímenes de su
padre y ella fue despojada de sus
prerrogativas. Su apellido ya no le
abría todas las puertas, al contrario:
era el del déspota caído en desgracia,
al que todos odiaban. Quizá por eso,
en 1957 adoptó de forma legal el
apellido de su madre, Alilúyeva. En
1963 se enamoró de un comunista
indio que visitaba Moscú, Brajesh
Singh. No llegaron a casarse, el
Gobierno no se lo permitió, aunque
ella siempre se refería a él como a su
marido. Singh murió enfermo en
Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo
permiso para viajar a India con las
cenizas de su marido. En ese viaje, la
vida de Svetlana dio un giro: para
escándalo del Gobierno soviético y
regocijo del norteamericano, pidió
asilo político en la Embajada de
Estados Unidos en Nueva Delhi. Llegó
a Nueva York en abril de 1967 y en
una multitudinaria conferencia de
prensa tildó a su padre de déspota y
de monstruo y afirmó que huía a
Estados Unidos en busca de la
libertad de que estaba privada en
Rusia, donde imperaba un régimen
corrupto. Dejó en Rusia a sus dos
hijos. En Estados Unidos escribió el
libro autobiográfico que he
mencionado, por el que cobró medio
millón de dólares y en el que,
reconociendo las atrocidades
cometidas por su padre, atenuaba la
culpa de este atribuyendo sus
desmanes a un trastorno paranoico
que se le habría declarado tras el
suicidio de su mujer y a la influencia
de su insidioso jefe de policía, el
taimado Beria. En 1970 se casó con el
arquitecto William Wesley Peters,
discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó
como celestina Olgivanna, la viuda de
Wright, una mujer que creía en el
espiritismo y que había llegado a la
conclusión de que Svetlana era la
reencarnación de su propia hija,
también llamada Svetlana, quien
murió en un accidente de tráfico tras
su matrimonio con Peters. A Olgivanna
se le metió en la cabeza casar al viudo
con la reencarnación de su hija y lo
consiguió. Peters fue el padre de Olga,
la tercera hija de Svetlana. Ese
matrimonio tampoco duró. Svetlana
se fue a vivir a Inglaterra con Olga, y
en 1984, en otro viraje sorprendente,
volvió a la Unión Soviética, donde fue
recibida como una hija pródiga y
donde no se cansó de condenar “los
sufrimientos y miserias” del mundo
occidental.
Su regreso coincidió, y no por
casualidad, con la rehabilitación oficial
de la figura de Stalin; Svetlana, que
tanto lo había criticado en América, le
dedicó todo tipo de elogios e
inauguró un museo en su honor.
Volvió a ver a su hijo Yosef; su hija
Ekaterina no quiso encontrarse con
ella. El idilio ruso duró poco; su hijo y
ella se pelearon, el Gobierno la trató
bien, aunque no tanto como
esperaba, y en 1986 regresó a Estados
Unidos, donde llevó una vida solitaria
bajo la identidad de Lana Peters. Allí
murió hace unos meses en una
residencia de la tercera edad. ¿Era
Svetlana Stalin una oportunista que
solo dejó la URSS tras la muerte de su
padre y su caída en desgracia? ¿Lo
habría criticado públicamente en otro
caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer
inestable que no encontró el
equilibrio ni la paz en ningún sitio y
que su vida estuvo marcada de
principio a fin por su filiación. “La
sombra de mi padre me envuelve
haga lo que haga o diga lo que diga”,
se quejó. Puede que fuera eso lo que
intentara, inútilmente: escapar de la
sombra del padre, del peso del
apellido, del estigma o la mancha de
ser la hija del tirano, de una culpa
heredada de la que no consiguió
librarse.


Foto stalin
Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)

Mi padre es un tirano primera parte

Oscar Wilde escribió: “De pequeños,
los hijos quieren a sus padres; de
mayores, los juzgan, rara vez los
perdonan”. Como todos los
aforismos, este admite salvedades y
matices; hay hijos que no quieren a
sus padres, los hay que nunca los
juzgan. Para bien o para mal, la
familia nos determina desde el primer
día que asomamos al mundo nuestra
cabecita. Nuestros padres configuran
nuestra identidad: nos dan el nombre
y los apellidos, que nos señalan como
hijos suyos. En el imaginario colectivo,
los hijos pertenecen a los padres, son
una extensión suya. En la Biblia, Dios
ordena a Abraham que le sacrifique a
su hijo Isaac, y solo una vez ha
comprobado que Abraham le
obedece, manda a un ángel para que
impida el sacrificio. Ese es el término
empleado: sacrificio, no ejecución, ni
asesinato, ni, en terminología jurídica
moderna, parricidio. Abraham al
matar a su hijo se sacrifica; ofrece a
Dios algo suyo. Ninguna divinidad ha
exigido nunca a un hijo que le
demuestre su fidelidad sacrificándole
a su padre. Los padres no pertenecen
a los hijos. Quizá por ello los
descendientes heredan la culpa, y no
al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del
Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo
que está bien y lo que está mal, no
solo en el seno familiar, sino en todo
el país, lo determina su voluntad o su
capricho? Cuando tu padre es lo más
parecido a una divinidad de carne y
hueso que conoces; cuando su efigie
adorna los billetes, cuando las calles
llevan su nombre… Y de pronto llega
un día en que el mundo que conoces
sufre un vuelco y tu padre, que era un
héroe, se convierte en el enemigo
público número uno y los medios de
comunicación denuncian sus
crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija
de un tirano? ¿Se hereda la culpa?
¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen,
¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras
analizar las biografías de las hijas de
cinco tiranos, o dictadores, o
genocidas, Svetlana Stalina, Carmen
Franco, Alina Fernández (hija de Fidel
Castro), Gudrun Himmler y Ana
Mladic, es que, como era previsible,
no hay una norma o un patrón
general: unas buscan sacudirse la
pesada carga del apellido paterno
cambiándoselo y huyendo a otro país;
otras, por el contrario, se
enorgullecen de su filiación y
reivindican con fanatismo la figura del
padre, cuyos crímenes niegan; la
quinta y última, Ana Mladic, tiene una
reacción trágica e imprevisible. Unas
se presentan como víctimas, otras
eligen ser cómplices; de lo que no
cabe duda es de que su trayectoria
personal, su identidad, lo que hacen o
dicen, quiénes son y cómo las ven los
demás, viene determinado por su
apellido y que ninguna de ellas ha
logrado evadirse de la ominosa
sombra paterna.

Foto: Himmler con su hija Gudrun en 1938 /
AP

Artículo de CLARA USÓN. Publicado en
diario El País (10-05-2012)