Orfeo, hijo de Apolo, que poseía el don
de la música y de la poesía, estaba
desposado con la Ninfa Eurídice, de la
que estaba profundamente
enamorado.
Un día que ella estaba paseando por
la orilla de un río, se encontró con el
pastor Aristeo. Cautivado por su
belleza, Aristeo se enamoró de ella y la
persiguió por el campo.
Eurídice trató de escapar, pero
mientras corría tropezó con una
serpiente, que la mordió con su letal
veneno. Abatido por su pérdida, Orfeo
decidió viajar a los infiernos (de los
que ningún mortal habría retornado
jamás), para lograr que le fuera
devuelta su esposa.
A Perséfone (Proserpina), reina del
mundo subterráneo, le conmovió
tanto su pena, que accedió a su
petición a cambio de que no mirarse a
Eurídice en el camino de vuelta a la luz.
Pero a medida que se acercaba el final
de su viaje, Orfeo, no pudo evitar mirar
hacia atrás para comprobar que su
amada seguía junto a él. Al mirar se
desvaneció ante su ojos y la perdió
para siempre. Orfeo nunca se recuperó
y vivió con ese sufrimiento el resto de
sus días.
Merece la pena conocer el magnífico
análisis que sobre el mito realizó
Maurice Blanchot:
"Cuando Orfeo desciende hacia
Eurídice, el arte es el poder por el cual
la noche se abre. La noche por la
fuerza del arte, lo acoge, se vuelve la
intimidad acogedora, la unión y el
acuerdo de la primera noche. Pero
Orfeo desciende hacia Eurídice: para
él, Eurídice es el extremo que el arte
puede alcanzar, bajo un nombre que
la disimula y bajo el velo que la cubre,
es el punto profundamente oscuro
hacia el cual parecen tender el arte, el
deseo, la muerte, la noche. Ella es el
instante en que la esencia de la noche
se acerca como la otra noche.
Sin embargo, la obra de Orfeo no
consiste en asegurar el acceso a ese
«punto», descendiendo hacia la
profundidad. Su obra es llevarlo hacia
el día y darle, en el día, forma, figura,
realidad. Orfeo puede todo, salvo
mirar de frente ese «punto», salvo
mirar el centro de la noche en la
noche. Pero Orfeo, en el movimiento
de su migración, olvida la obra que
debe cumplir, y la olvida
necesariamente porque la exigencia
última de su movimiento no es que
haya obra, sino que alguien se
enfrente a ese «punto», capte su
esencia allí donde esa esencia aparece,
donde es esencial y esencialmente
apariencia: en el corazón de la noche.
El mito griego dice: no se puede hacer
obra si se busca la experiencia
desmesurada de la profundidad por sí
misma, experiencia que los griegos
reconocen necesariamente como obra,
experiencia en la que la obra se
somete a la prueba de su desmesura.
La profundidad no se entrega de
frente, sólo se revela disimulándose en
la obra. Respuesta capital, inexorable.
Pero el mito también muestra que el
destino de Orfeo es no someterse a
esta ley última; y de modo evidente, al
volverse hacia Eurídice vuelve a la
sombra; la esencia de la noche, bajo su
mirada, se revela como inesencial. Así
traiciona a la obra, a Eurídice y a la
noche. Pero no volverse a Eurídice, no
sería menos traicionar, ser infiel a la
fuerza sin mesura y sin prudencia de
su movimiento, que no quiere a
Eurídice en su verdad diurna y en su
encanto cotidiano, que la quiere en su
oscuridad nocturna, en su alejamiento,
con su cuerpo cerrado y su rostro
sellado, que quiere verla no cuando es
visible, sino cuando es invisible, y no
como la intimidad de una vida familiar,
sino como la extrañeza de lo que
excluye toda intimidad, no hacerla vivir,
sino tener viva la plenitud de su
muerte. (...)
Es inevitable que Orfeo no respete la
ley que le prohibe «volverse», porque
la violó desde sus primeros pasos
hacia las sombras. Esto nos hace
presentir que en realidad Orfeo no
dejó de estar orientado hacia Eurídice:
la vio invisible, la tocó intacta, en su
ausencia de sombra, en esa presencia
velada que no disimulaba su ausencia,
que era presencia de su ausencia
infinita. Si no la hubiera mirado, no la
hubiese atraído y, sin duda, ella no
está allí, pero él mismo, en esa mirada,
está ausente, no está menos muerto
que ella, no muerto con la tranquila
muerte del mundo que es reposo,
silencio y fin, sino con esa otra muerte
que es muerte sin fin, prueba de
ausencia sin fin.
Al juzgar la empresa de Orfeo, el día
también le reprocha haber dado
pruebas de impaciencia. El error de
Orfeo parece ser entonces el deseo
que lo lleva a ver y poseer a Eurídice:
él, cuyo único destino es cantarle. Sólo
es Orfeo en el canto, sólo puede
relacionarse con Eurídice en el seno
del himno, sólo tiene vida y verdad
después del poema y por él, y Eurídice
representa esta dependencia mágica
que fuera del canto hace de él una
sombra, y que sólo lo libera vivo y
soberano en el espacio de la medida
órfica.
Si, esto es cierto: sólo en el canto Orfeo
tiene poder sobre Eurídice, pero
también en el canto, Eurídice, ya está
perdida, y Orfeo mismo es el Orfeo
disperso que la fuerza del canto
convierte desde ahora en «el
infinitamente muerto». Pierde a
Eurídice porque la desea más allá de
los límites mesurados del canto, y se
pierde a sí mismo, pero este deseo y
Eurídice perdida y Orfeo disperso son
necesarios al canto, como a la obra le
es necesaria la prueba de la inacción
eterna. Orfeo es el culpable de la
impaciencia. Su error es querer agotar
el infinito, poner término a lo
interminable, no sostener
interminablemente el movimiento de su
error."
(Maurice Blanchot, "La mirada de
Orfeo", en El espacio literario)
Imagen: A. Rodin: Orfeo y
Eurídice