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22/8/14

Mein Kampf de Adolf Hitler por George Orwell

Es un signo de la velocidad a la que van los eventos el que la edición sin censura de Mein Kampf de
Hurst y Blackett, publicada hace sólo un año, sea editada desde un ángulo pro-Hitler. La intención
obvia del traductor del prefacio y las notas es de atenuar la ferocidad del libro y presentar a Hitler
en la manera más gentil posible. Pues en ese tiempo Hitler todavía era respetable. Había aplastado
al movimiento obrero de Alemania, y por ello, las clases dominantes estaban dispuestas a perdonarle
casi cualquier cosa. Tanto la izquierda como la derecha estaban de acuerdo en la muy frívola noción
de que el Nacionalsocialismo no era sino una mero conservadurismo.
Luego resultó que, después de todo, Hitler no era tan respetable. Como resultado de esto, la edición
de Hurst y Blackett fue reimpresa con un cintillo explicando que todas las ganancias serán
entregadas a la Cruz Roja. Sin embargo, simplemente por la evidencia interna de Mein Kampf, es
difícil creer que se ha efectuado algún cambio real en las opiniones y objetivos de Hitler. Cuando
uno compara sus declaraciones de hace poco más de un año con las de hace quince años, nos
sorprende la rigidez de su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es la visión
fija de un monomaníaco sin probabilidades de verse afectada por las maniobras temporales de la
política del poder. Probablemente en la mente de Hitler, el pacto ruso-germano no representa sino
un ligero retraso temporal. El plan vertido en Mein Kampf era el de aplastar primero a Rusia, con la
intención implícita de aplastar a Inglaterra después. Ahora, según parece, hay que lidiar primero con
Inglaterra, porque Rusia era de los dos, el más fácil de engañar. Pero el turno de Rusia llegará
cuando Inglaterra desaparezca del mapa –eso, sin duda, según Hitler. El hecho de que los eventos se
den así es, por supuesto, una cuestión aparte.
Supongan que el plan de Hitler pueda llevarse a cabo. Lo que él avizora, en el lapso de
unos 100 años, es un Estado conformado por 250 millones de alemanes con mucho
“espacio disponible” (i.e., extendiéndose hasta Afganistán o sus inmediaciones), un
horrible imperio sin cerebro donde, esencialmente, nada ocurre, salvo el entrenamiento
de jóvenes para la guerra y la crianza interminable de nueva carne de cañón. ¿Cómo fue
capaz de organizar esta visión monstruosa? Es fácil decir que en una fase de su carrera, lo
financiaban los grandes empresarios, quienes vieron en él al hombre que aplastaría a los
socialistas y comunistas. No le habrían dado su apoyo, sin embargo, si no hubiera creado
para entonces un gran movimiento. De nuevo, la situación de Alemania con sus siete
millones de desempleados, obviamente era favorable para demagogos. Pero Hitler no
podía haber salido triunfante contra sus muchos rivales si no hubiera sido por la
atracción de su propia personalidad, la cual uno puede sentir incluso en las torpes
páginas del Mein Kampf, y que sin duda es arrolladora cuando uno escucha sus
discursos… El punto es que hay algo profundamente atractivo en él. Uno vuelve a sentirlo al ver sus
fotografías –y recomiendo especialmente la fotografía al inicio de la edición de Hurst y Blackett, que
muestra a Hitler en sus días tempranos de “camisa pardas” [las milicias del Nacionalsocialismo]. Es
un rostro patético, perruno, el rostro de un hombre sufriendo injusticias intolerables. De un modo
mucho más masculino, reproduce la expresión de innumerables pinturas de Cristo crucificado, y hay
poca duda de que así es como Hitler se ve a sí mismo. Sobre la primera y muy personal causa de su
agravio contra el universo sólo podemos especular; pero en cualquier caso, el agravio está ahí. Él es
el mártir, la víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a puño limpio
con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un ratón, sabría cómo hacerlo ver como un
dragón. Uno siente, como con Napoleón, que está luchando contra el destino, que no puede ganar,
aunque lo merezca. El atractivo de una postura tal es, por supuesto, enorme; la mitad de las
películas que uno ve abordan tales temas.
También ha rozado la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el pensamiento
occidental desde la última guerra, ciertamente todo el pensamiento “progresista”, ha asumido
tácitamente que los seres humanos no desean otra cosa que el alivio, la seguridad y el evitar el
dolor. En tal visión de la vida no hay lugar, digamos, para el patriotismo o las virtudes militares. El
socialista que ve a sus hijos jugar con soldados suele molestarse, pero no es capaz de pensar en un
sustituto para los soldaditos de hojalata; difícil pensar en pacifistas de hojalata. Hitler, puesto que
en su mente incapaz de alegría lo siente con excepcional fuerza, sabe que los seres humanos no
solamente desean confort, seguridad, pocas horas de trabajo, higiene, planificación familiar y, en
general, sentido común; también desean, al menos de manera intermitente, lucha y autosacrificio, sin
mencionar redobles, banderas y demostraciones públicas de lealtad. Sin contarlas como teorías
económicas, el fascismo y el nazismo son mucho más escandalosos psicológicamente que cualquier
concepción hedonista de la vida. Lo mismo probablemente aplica a la versión militarizada del
socialismo de Stalin. Los tres grandes dictadores han alcanzado el poder imponiendo cargas
intolerables a sus pueblos. A pesar de que el socialismo, y el capitalismo incluso a regañadientes,
hayan dicho a sus pueblos “te ofrezco pasártela bien”, Hitler les dijo “te ofrezco lucha, peligro y
muerte”, y como resultado toda una nación se postró a sus pies. Tal vez más adelante se harten de
ello y cambien de opinión, como al final de la última guerra. Luego de unos años de carnicería y
hambruna “La mayor felicidad del mayor número” es un buen eslogan, pero en este momento “Mejor un final horrible que un horror sin fin” es el ganador. Ahora que luchamos contra el hombre que lo acuñó, no deberíamos subestimar su atractivo emocional.
George Orwell, marzo de 1940.

17/7/14

Codex Gigas

Codex Gigas, traducido del latín como "libro grande". Es un gigastesco libro asimilado al demonio y amo del infierno Satanás. Captura de una de las páginas del libro donde está contenida una imagen de acuarela del diablo.
El Codex Gigas (en latín significa "libro grande"), también conocido como Códice Gigas, Códice del Diablo o Códice de Satanás, es un antiguo manuscrito medieval en pergamino creado a principios del siglo XIII y escrito en latín presuntamente por el monje Herman el Recluso del monasterio de Podlažice (en Chrudim, centro de la actual República Checa).
Fue considerado en su época como la "octava maravilla del mundo" debido a su impresionante tamaño (92 × 50,5 × 22 cm, el manuscrito medieval más grande conocido), su grosor de 624 páginas y su peso de 75 kg.1 Está iluminado con tintas roja, azul, amarilla, verde y oro, tanto en mayúsculas capitales como en otras páginas, en las que la miniatura puede ocupar la página completa

13/1/14

Medio Pan y un Libro

"Cuando alguien va al teatro, a un
concierto o a una fiesta de cualquier
índole que sea, si la fiesta es de su
agrado, recuerda inmediatamente y
lamenta que las personas que él
quiere no se encuentren allí. ‘Lo que
le gustaría esto a mi hermana, a mi
padre', piensa, y no goza ya del
espectáculo sino a través de una
leve melancolía. Ésta es la
melancolía que yo siento, no por la
gente de mi casa, que sería pequeño
y ruin, sino por todas las criaturas
que por falta de medios y por
desgracia suya no gozan del
supremo bien de la belleza que es
vida y es bondad y es serenidad y es
pasión.
Por eso no tengo nunca un libro,
porque regalo cuantos compro, que
son infinitos, y por eso estoy aquí
honrado y contento de inaugurar
esta biblioteca del pueblo, la
primera seguramente en toda la
provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si
tuviera hambre y estuviera desvalido
en la calle no pediría un pan; sino
que pediría medio pan y un libro. Y
yo ataco desde aquí violentamente a
los que solamente hablan de
reivindicaciones económicas sin
nombrar jamás las reivindicaciones
culturales que es lo que los pueblos
piden a gritos. Bien está que todos
los hombres coman, pero que todos
los hombres sepan. Que gocen todos
los frutos del espíritu humano
porque lo contrario es convertirlos
en máquinas al servicio de Estado,
es convertirlos en esclavos de una
terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un
hombre que quiere saber y no
puede, que de un hambriento.
Porque un hambriento puede calmar
su hambre fácilmente con un pedazo
de pan o con unas frutas, pero un
hombre que tiene ansia de saber y
no tiene medios, sufre una terrible
agonía porque son libros, libros,
muchos libros los que necesita y
¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una
palabra mágica que equivale a decir:
‘amor, amor', y que debían los
pueblos pedir como piden pan o
como anhelan la lluvia para sus
sementeras. Cuando el insigne
escritor ruso Fedor Dostoyevsky,
padre de la revolución rusa mucho
más que Lenin, estaba prisionero en
la Siberia, alejado del mundo, entre
cuatro paredes y cercado por
desoladas llanuras de nieve infinita;
y pedía socorro en carta a su lejana
familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros,
libros, muchos libros para que mi
alma no muera!'. Tenía frío y no
pedía fuego, tenía terrible sed y no
pedía agua: pedía libros, es decir,
horizontes, es decir, escaleras para
subir la cumbre del espíritu y del
corazón. Porque la agonía física,
biológica, natural, de un cuerpo por
hambre, sed o frío, dura poco, muy
poco, pero la agonía del alma
insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal,
uno de los sabios más verdaderos de
Europa, que el lema de la República
debe ser: ‘Cultura'. Cultura porque
sólo a través de ella se pueden
resolver los problemas en que hoy se
debate el pueblo lleno de fe, pero
falto de luz.

Federico García Lorca

Medio Pan y un Libro. Al pueblo de
Fuente Vaqueros (Granada).
Septiembre de 1931.

11/2/13

EL LIBRO DE LOS MUERTOS

El deseo de alcanzar la vida eterna
hizo que los antiguos egipcios se
llevasen a la tumba un popular
texto funerario que les servía de
guía para sortear los peligros del
viaje al Más Allá: el Libro de los
muertos. Fue una obra fundamental
de la cultura del antiguo Egipto. Era
un texto muy extenso: algunos
ejemplares conservados en rollos de
papiro alcanzan cuarenta metros.
También era un producto caro, por
el que se podía pagar un deben de
plata, la mitad de la paga anual de
un campesino. Pero, para los
egipcios, el valor de este texto era
incalculable, ya que sus fórmulas
permitían a los difuntos alcanzar el
Más Allá.
Tales fórmulas se inscribían en
rollos de papiro y en las vendas de
lino de las momias, las paredes de
las tumbas, los sarcófagos y los
elementos del ajuar funerario del
difunto. Sin ellas, la persona
fallecida podía sufrir una segunda
muerte que significaría su total
aniquilación. Era el sacerdote quien
recitaba las primeras fórmulas del
Libro durante la ceremonia
funeraria, cuando se trasladaba el
sarcófago a la tumba. Una vez allí,
se practicaban rituales para
revitalizar los sentidos, entre los
que se contaba el de la apertura de
la boca, por el que se abrían
mágicamente los ojos, las orejas, la
nariz y la boca del difunto, quien,
una vez recuperados los sentidos,
emprendía su viaje por el Más Allá.
Para los egipcios éste era un
momento de esperanza, como se
expresa en la fórmula nueve del
Libro de los muertos, que los
egipcios llamaban Libro para la
salida al día: «He abierto los
caminos que están en el cielo y en
la tierra, porque soy el bienamado
de mi padre Osiris. Soy noble, soy
un espíritu, estoy bien pertrechado.
¡Oh, vosotros, todos los dioses y
todos los espíritus, preparad un
camino para mí!». Los egipcios
creían que el difunto emprendía un
viaje subterráneo desde el oeste
hacia el este, como Re, el sol, que
tras ponerse vuelve a su punto de
partida.
Durante ese trayecto el fallecido,
montado en la barca de Re, se
enfrentaría a seres peligrosos que
intentarían impedir su salida por el
este y su renacimiento. El peor de
ellos era Apofis, una serpiente que
trataba de impedir el avance de la
barca solar con el objeto de romper
el Maat, la justicia y el orden
cósmico, y forzar el caos. Apofis
cada día amenazaba a Re durante su
viaje subterráneo. Una fórmula del
Libro de los muertos se refiere al
encuentro con el temible reptil:
«Que seas sumergido en el lago del
Nun, en el lugar establecido por tu
padre para tu destrucción. […]
¡Retrocede! ¡Se destroza tu
veneno!». El fallecido podía adquirir
las propiedades de varias
divinidades y luchar contra los
enemigos, como muestra un pasaje
de la fórmula 179: «Me ha sido
concedida la gran Corona Roja y
salgo al día contra mi enemigo,
para capturarlo, porque tengo poder
sobre él. [...] Me lo comeré en el
Gran Campo, sobre el altar de
Wadjet, porque tengo poder sobre
él, como Sekhmet, la grande».
Finalmente, el difunto llegaba a un
laberinto, protegido por una serie
de veintiuna puertas, aunque otro
pasaje del Libro dice que son siete.
Ante cada una de ellas, el difunto
debía pronunciar un texto
determinado, mencionando el
nombre de la puerta, del guardián y
del pregonero. En cada ocasión, la
puerta le decía: «Pasa, pues eres
puro». Una vez pasado el laberinto,
el difunto llegaba a la Sala de la
Doble Verdad para que un tribunal
formado por 42 jueces y presidido
por Osiris evaluara su vida. Ante los
dioses hacía la «confesión
negativa», en la que citaba todas las
malas acciones que no había
cometido.
Tras la confesión, llegaba el
momento culminante del juicio,
aquél en que se procedía a pesar el
corazón del difunto. En un plato de
la balanza, sostenida por Anubis,
dios chacal de la momificación, se
colocaba una pluma de avestruz, la
pluma de Maat, que simbolizaba la
justicia; en el otro plato se
depositaba el corazón, que
simbolizaba las acciones realizadas
por cada persona. El difunto se
salvaba cuando la pluma yel corazón
quedaban en equilibrio. Finalmente,
los dioses proclamaban su
veredicto. Aquellos cuyos corazones
hubieran pesado demasiado en la
balanza eran considerados impuros
y condenados a toda clase de
castigos: sufrían hambre y sed
perpetuas, eran quemados al
atravesar un lago o cocidos en un
caldero, una bestia salvaje los
devoraba... Los justificados, en
cambio, tenían motivos para
felicitarse. «Aunque yazgo en la
tierra, yo no estoy muerto en el
Occidente porque soy un Espíritu
glorificado para toda la eternidad»,
dice una fórmula del Libro de los
Muertos. Ante ellos se abría el
paraíso de los egipcios.

Fuente: Historia de National
Geographic

25/4/12

Desasosiego

Para ser feliz es necesario saber que se
es feliz. No hay felicidad en dormir sin
sueños, sino solamente en despertarse
sabiendo que se ha dormido sin
sueños.
La felicidad está fuera de la felicidad.
No hay felicidad sino con
conocimiento. Pero el conocimiento de
la felicidad es infeliz; porque saberse
feliz es conocerse pasando por la
felicidad, y teniendo, en seguida, que
dejarla atrás. Saber es matar, en la
felicidad como en todo. No saber, sin
embargo, es no existir.
(...)
Es ésta mi creencia, esta tarde. Mañana
por la mañana no será ésta, porque
mañana por la mañana seré ya otro.
¿Qué creyente seré mañana? No lo sé,
porque sería preciso estar allí para
saberlo. Ni el Dios eterno en el que hoy
creo la sabrá mañana ni hoy, porque
hoy soy yo y mañana quizás ya no
haya existido él nunca.
Libro del desasosiego (Fragmento) Por
Fernando Pessoa