Es un signo de la velocidad a la que van los eventos el que la edición sin censura de Mein Kampf de
Hurst y Blackett, publicada hace sólo un año, sea editada desde un ángulo pro-Hitler. La intención
obvia del traductor del prefacio y las notas es de atenuar la ferocidad del libro y presentar a Hitler
en la manera más gentil posible. Pues en ese tiempo Hitler todavía era respetable. Había aplastado
al movimiento obrero de Alemania, y por ello, las clases dominantes estaban dispuestas a perdonarle
casi cualquier cosa. Tanto la izquierda como la derecha estaban de acuerdo en la muy frívola noción
de que el Nacionalsocialismo no era sino una mero conservadurismo.
Luego resultó que, después de todo, Hitler no era tan respetable. Como resultado de esto, la edición
de Hurst y Blackett fue reimpresa con un cintillo explicando que todas las ganancias serán
entregadas a la Cruz Roja. Sin embargo, simplemente por la evidencia interna de Mein Kampf, es
difícil creer que se ha efectuado algún cambio real en las opiniones y objetivos de Hitler. Cuando
uno compara sus declaraciones de hace poco más de un año con las de hace quince años, nos
sorprende la rigidez de su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es la visión
fija de un monomaníaco sin probabilidades de verse afectada por las maniobras temporales de la
política del poder. Probablemente en la mente de Hitler, el pacto ruso-germano no representa sino
un ligero retraso temporal. El plan vertido en Mein Kampf era el de aplastar primero a Rusia, con la
intención implícita de aplastar a Inglaterra después. Ahora, según parece, hay que lidiar primero con
Inglaterra, porque Rusia era de los dos, el más fácil de engañar. Pero el turno de Rusia llegará
cuando Inglaterra desaparezca del mapa –eso, sin duda, según Hitler. El hecho de que los eventos se
den así es, por supuesto, una cuestión aparte.
Supongan que el plan de Hitler pueda llevarse a cabo. Lo que él avizora, en el lapso de
unos 100 años, es un Estado conformado por 250 millones de alemanes con mucho
“espacio disponible” (i.e., extendiéndose hasta Afganistán o sus inmediaciones), un
horrible imperio sin cerebro donde, esencialmente, nada ocurre, salvo el entrenamiento
de jóvenes para la guerra y la crianza interminable de nueva carne de cañón. ¿Cómo fue
capaz de organizar esta visión monstruosa? Es fácil decir que en una fase de su carrera, lo
financiaban los grandes empresarios, quienes vieron en él al hombre que aplastaría a los
socialistas y comunistas. No le habrían dado su apoyo, sin embargo, si no hubiera creado
para entonces un gran movimiento. De nuevo, la situación de Alemania con sus siete
millones de desempleados, obviamente era favorable para demagogos. Pero Hitler no
podía haber salido triunfante contra sus muchos rivales si no hubiera sido por la
atracción de su propia personalidad, la cual uno puede sentir incluso en las torpes
páginas del Mein Kampf, y que sin duda es arrolladora cuando uno escucha sus
discursos… El punto es que hay algo profundamente atractivo en él. Uno vuelve a sentirlo al ver sus
fotografías –y recomiendo especialmente la fotografía al inicio de la edición de Hurst y Blackett, que
muestra a Hitler en sus días tempranos de “camisa pardas” [las milicias del Nacionalsocialismo]. Es
un rostro patético, perruno, el rostro de un hombre sufriendo injusticias intolerables. De un modo
mucho más masculino, reproduce la expresión de innumerables pinturas de Cristo crucificado, y hay
poca duda de que así es como Hitler se ve a sí mismo. Sobre la primera y muy personal causa de su
agravio contra el universo sólo podemos especular; pero en cualquier caso, el agravio está ahí. Él es
el mártir, la víctima, Prometeo encadenado a la roca, el héroe esforzado que combate a puño limpio
con todo el mundo en su contra. Si fuese a matar a un ratón, sabría cómo hacerlo ver como un
dragón. Uno siente, como con Napoleón, que está luchando contra el destino, que no puede ganar,
aunque lo merezca. El atractivo de una postura tal es, por supuesto, enorme; la mitad de las
películas que uno ve abordan tales temas.
También ha rozado la falsedad de la actitud hedonista hacia la vida. Casi todo el pensamiento
occidental desde la última guerra, ciertamente todo el pensamiento “progresista”, ha asumido
tácitamente que los seres humanos no desean otra cosa que el alivio, la seguridad y el evitar el
dolor. En tal visión de la vida no hay lugar, digamos, para el patriotismo o las virtudes militares. El
socialista que ve a sus hijos jugar con soldados suele molestarse, pero no es capaz de pensar en un
sustituto para los soldaditos de hojalata; difícil pensar en pacifistas de hojalata. Hitler, puesto que
en su mente incapaz de alegría lo siente con excepcional fuerza, sabe que los seres humanos no
solamente desean confort, seguridad, pocas horas de trabajo, higiene, planificación familiar y, en
general, sentido común; también desean, al menos de manera intermitente, lucha y autosacrificio, sin
mencionar redobles, banderas y demostraciones públicas de lealtad. Sin contarlas como teorías
económicas, el fascismo y el nazismo son mucho más escandalosos psicológicamente que cualquier
concepción hedonista de la vida. Lo mismo probablemente aplica a la versión militarizada del
socialismo de Stalin. Los tres grandes dictadores han alcanzado el poder imponiendo cargas
intolerables a sus pueblos. A pesar de que el socialismo, y el capitalismo incluso a regañadientes,
hayan dicho a sus pueblos “te ofrezco pasártela bien”, Hitler les dijo “te ofrezco lucha, peligro y
muerte”, y como resultado toda una nación se postró a sus pies. Tal vez más adelante se harten de
ello y cambien de opinión, como al final de la última guerra. Luego de unos años de carnicería y
hambruna “La mayor felicidad del mayor número” es un buen eslogan, pero en este momento “Mejor un final horrible que un horror sin fin” es el ganador. Ahora que luchamos contra el hombre que lo acuñó, no deberíamos subestimar su atractivo emocional.
George Orwell, marzo de 1940.