Mostrando entradas con la etiqueta lectura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta lectura. Mostrar todas las entradas

23/6/15

Despierte el alma dormida

Jorge Luis Borges afirmó una vez que un libro no existe hasta que no da con su lector. Subrayemos el carácter individualísimo que allí se le está dando a esa relación. Es como si cada lector fuera único y responsable de la existencia de ese libro, no importa que miles de ediciones de ese mismo libro se hayan publicado a través de los siglos. La frase de Borges me sugiere, por ejemplo, que también El Quijote, El origen de las especies o La democracia en América deben dar con “su” lector, y que sólo entonces esos libros empezarán a existir en el mundo de una persona.
Se entiende que no hablo aquí de esa otra forma de existencia “consagrada” que ofrecen los catálogos bibliográficos, las antologías, la historia o los manuales de una disciplina, ni hablo de la celebridad o la fama póstuma, ni de la enorme variedad de etiquetas culturales que sirven de relleno o de barniz a nuestras habitaciones mentales. Si vamos a hablar de la relación única con un lector, hay que dejar fuera todo lo relativo a la industria o al mercado del libro. No interesa aquí el número de lectores que tiene un libro, ni el tiempo que pasa en la mesa o la vitrina de las librerías, ni los premios que gana.
Hablo de un leer que no cabe en ninguna campaña de promoción de la lectura “en general”. Más bien, se trata de tomar distancia frente a cierto consumismo cultural que invita a leer libros como quien compra cereales, vitaminas o detergentes. Se trata, también, de sospechar de antemano de todo programa que de manera abierta o encubierta atrofia la conciencia del lector con criterios pedagogizantes y/o ideologizantes.
Quiero hablar de lo que impulsa, sostiene y prolonga esa relación única entre un libro y su lector.
Una película reciente, “El lector” (The Reader ), roza este asunto; nos muestra un alma que despierta escuchando la voz que encierran los libros: Habla, Musa, de aquel hombre astuto que erró largo tiempo después de destruir el alcázar sagrado de Troya… La voz que sale del libro es la que convierte en única esa relación; esa voz es la que se hace escuchar, la que habla al alma, la que crea una relación.
¿Será casualidad que relatar y relación tengan una misma raíz?
Creo que si nos olvidamos de las diferencias de género, todos los libros, cuando dan con su lector, rompen a hablar y a contar, comienzan a relatar algo, dejando salir una voz propia que establece una relación única y distinta con cada lector.
Tanto Borges como la película El lector cuando hablan de libros hablan sobre todo de literatura, pero tengo la impresión de que todo libro verdaderamente significativo es capaz de establecer esa relación personal y única. Es decir, todo libro que vale la pena, cualquiera sea su asunto o su género, esconde una voz y contiene un relato. Lo que se queda con nosotros de los libros de filosofía o de historia, aun de ciertos manuales escolares, es el peculiar acento o entonación con que nos exponen su saber. Pero es en la literatura donde hallamos esa capacidad mayor para despertar el alma humana. Son libros cuyo saber nos expone (nos descubre) ante nosotros mismos.
Creo que a esto se refería Kafka cuando anotaba que un libro debía ser como un hacha para el mar helado que hay en nosotros. En otra parte dice de la alegría de sentir un cuchillo que le escarba el corazón.
Sólo escuchando las voces de Homero, de Mark Twain, de Shakespeare, de Chejov… notaremos en el film la fuerza y la belleza del hachazo que recibe el mar helado de quien escucha esas lecturas, y sólo así la historia de este raro “lector” cobrará un sentido distinto al que la simple anécdota biográfica le otorga.
Pero esto no es una reseña cinematográfica y el film tiene un espesor que no intentaré desplegar.
Entre paréntesis: la película “El lector” vale la pena. Se hacen pocas películas así. Por eso no me sorprendió que el director de esta película fuera Stephen Daldry y que David Hare escribiera la adaptación de la novela de Bernhard Schlink (Der Vorleser,1995 ) ya que ambos realizaron aquella otra rara y notable película sobre literatura y vida: Las horas. Pero, ya lo dije, esto no es una reseña cinematográfica. Cierro el paréntesis.
No es fácil saber qué es lo que sentimos ante una obra de arte, ni siquiera es fácil saber si sentimos algo. Creo que la mayoría de las veces ni nos enteramos, pero algo dentro de nosotros está registrando eso que sentimos sin que nuestra conciencia se de por enterada. La voz del libro, esa voz que se dirige a cada uno de nosotros a través de los siglos, a la que seguramente no comprendemos del todo, roza al mismo tiempo nuestras sensaciones y nuestra memoria: acaricia y golpea, encanta y sorprende, aviva lo vivo en nosotros…
Aunque Marcel Proust no se imagine un hacha cuando escribe, su trabajo también socava y agrieta lo evidente:
Este trabajo del artista, ese trabajo
de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que, cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida.
El asunto no es estar alfabetizados, el asunto es escuchar lo que se abre paso dentro de nosotros desde el libro. El asunto es el alma humana.
Esas voces la despiertan:
Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando
como se pasa la vida,

Y al despertar vemos el mar helado y el hacha… y comprendemos que eso de “humanizar” como que tiene dos filos.

Citas: Joge Luis Borges: “El libro”,
en: Borges Oral | Homero: La Odisea | Franz Kafka. Diarios | Marcel Proust: En busca del tiempo perdido (7.El tiempo recobrado)| Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre

María Fernanda Palacios
Caracas, mayo, 2009

Fuente: prodavinci
Fotografía: Rafael Escovar León

5/5/12

MARIO VARGAS LLOSA: "UN MUNDO SIN NOVELAS"

Muchas veces me ha ocurrido, en
ferias del libro o librerías, que un
señor se me acerque con un libro mío
en las manos y me pida una firma,
precisando: "Es para mi mujer, o mi
hijita, o mi hermana, o mi madre; ella,
o ellas, son grandes lectoras y les
encanta la literatura". Yo le pregunto,
de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No
le gusta leer?" La respuesta rara vez
falla: "Bueno, sí, claro que me gusta,
pero yo soy una persona muy
ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy
bien, porque he oído esa explicación
decenas de veces: ese señor, esos
miles de miles de señores iguales a él,
tienen tantas cosas importantes, tantas
obligaciones y responsabilidades en la
vida, que no pueden desperdiciar su
precioso tiempo pasando horas de
horas enfrascados en una novela, un
libro de poemas o un ensayo literario.
Según esta extendida concepción, la
literatura es una actividad prescindible,
un entretenimiento, seguramente
elevado y útil para el cultivo de la
sensibilidad y las maneras, un adorno
que pueden permitirse quienes
disponen de mucho tiempo libre para
la recreación, y que habría que filiar
entre los deportes, el cine, el bridge o
el ajedrez, pero que puede ser
sacrificado sin escrúpulos a la hora de
establecer una tabla de prioridades en
los quehaceres y compromisos
indispensables de la lucha por la vida.
Es cierto que la literatura ha pasado a
ser, cada vez más, una actividad
femenina: en las librerías, en las
conferencias o recitales de escritores,
y, por supuesto, en los departamentos
y facultades universitarios dedicados a
las letras, las faldas derrotan a los
pantalones por goleada. La explicación
que se ha dado es que, en los sectores
sociales medios, las mujeres leen más
porque trabajan menos horas que los
hombres, y, también, que muchas de
ellas tienden a considerar más
justificado que los varones el tiempo
dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy
un tanto alérgico a estas explicaciones
que dividen a hombres y mujeres en
categorías cerradas y que atribuyen a
cada sexo virtudes y deficiencias
colectivas, de manera que no suscribo
del todo dichas explicaciones. Pero de
lo que no hay duda es que los lectores
literarios —hay muchos lectores, pero
de bazofia impresa— son cada vez
menos, en general, y que, dentro de
ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre
en casi todo el mundo. En España, una
reciente encuesta organizada por la
SGAE (Sociedad General de Autores
Españoles) arrojó una comprobación
alarmante: que la mitad de los
ciudadanos de ese país jamás ha leído
un libro. La encuesta reveló, también,
que, en la minoría lectora, el número
de mujeres que confiesan leer supera
al de los hombres en un 6.2% y la
tendencia es a que la diferencia
aumente. Yo me alegro mucho por las
mujeres, claro está, pero lo deploro
por los hombres, y por aquellos
millones de seres humanos que,
pudiendo leer, han renunciado a
hacerlo. No sólo porque no saben el
placer que se pierden, sino, desde una
perspectiva menos hedonista, porque
estoy convencido de que una sociedad
sin novelas, o en la que la literatura ha
sido relegada, como ciertos vicios
inconfesables, a los márgenes de la
vida social y convertida poco menos
que en un culto sectario, está
condenada a barbarizarse
espiritualmente y a comprometer su
libertad
Me propongo en este texto formular
algunas razones contra la idea de la
literatura, en especial de la novela,
como un pasatiempo de lujo, y a favor
de considerarla, además de uno de los
más estimulantes y enriquecedores
quehaceres del espíritu, una actividad
irremplazable para la formación del
ciudadano en una sociedad moderna y
democrática, de individuos libres, y
que, por lo mismo, debería inculcarse
en las familias desde la infancia y
formar parte de todos los programas
de educación como una disciplina
básica. Ya sabemos que ocurre lo
contrario, que la literatura tiende a
encogerse e, incluso, a desaparecer
del currículo escolar como si se tratara
de una enseñanza prescindible.
Vivimos en una era de especialización
del conocimiento, debido al prodigioso
desarrollo de la ciencia y la técnica, y a
su fragmentación en innumerables
avenidas y compartimentos, sesgo de
la cultura que sólo puede acentuarse
en los años venideros. La
especialización trae, sin duda, muchos
beneficios, pues ella permite
profundizar en la exploración y la
experimentación, y es el motor del
progreso. Pero tiene, también, como
consecuencia negativa, el ir eliminando
esos denominadores comunes de la
cultura gracias a los cuales los
hombres y las mujeres pueden
coexistir, comunicarse y sentirse de
alguna manera solidarios. La
especialización conduce a la
incomunicación social, al
cuarteamiento del conjunto de seres
humanos en asentamientos o guetos
culturales de técnicos y especialistas a
los que un lenguaje, unos códigos y
una información progresivamente
sectorizada y parcial, confinan en aquel
particularismo contra el que nos
alertaba el viejísimo refrán: no
concentrarse tanto en la rama o la
hoja como para olvidar que ellas son
partes de un árbol, y éste, de un
bosque. De tener conciencia cabal de
la existencia del bosque depende en
buena medida el sentimiento de
pertenencia que mantiene unido al
todo social y le impide desintegrarse
en una miríada de particularismos
solipsistas. Y el solipsismo —de
pueblos o individuos— produce
paranoias y delirios, esas
desfiguraciones de la realidad que a
menudo generan el odio, las guerras y
los genocidios. Ciencia y técnica ya no
pueden cumplir aquella función
cultural integradora en nuestro tiempo,
precisamente por la infinita riqueza de
conocimientos y la rapidez de su
evolución que ha llevado a la
especialización y al uso de
vocabularios herméticos.
La literatura, en cambio, a diferencia de
la ciencia y la técnica, es, ha sido y
seguirá siendo, mientras exista, uno de
esos denominadores comunes de la
experiencia humana, gracias al cual los
seres vivientes se reconocen y
dialogan, no importa cuán distintas
sean sus ocupaciones y designios
vitales, las geografías y las
circunstancias en que se hallen, e,
incluso, los tiempos históricos que
determinen su horizonte. Los lectores
de Cervantes o de Shakespeare, de
Dante o de Tolstoi, nos entendemos y
nos sentimos miembros de la misma
especie porque, en las obras que ellos
crearon, aprendimos aquello que
compartimos como seres humanos, lo
que permanece en todos nosotros por
debajo del amplio abanico de
diferencias que nos separan. Y nada
defiende mejor al ser viviente contra la
estupidez de los prejuicios, del
racismo, de la xenofobia, de las
orejeras pueblerinas del sectarismo
religioso o político, o de los
nacionalismos excluyentes, como esta
comprobación incesante que aparece
siempre en la gran literatura: la
igualdad esencial de hombres y
mujeres de todas las geografías y la
injusticia que es establecer entre ellos
formas de discriminación, sujeción o
explotación. Nada enseña mejor que
las buenas novelas a ver, en las
diferencias étnicas y culturales, la
riqueza del patrimonio humano y a
valorarlas como una manifestación de
su múltiple creatividad. Leer buena
literatura es divertirse, sí; pero también
aprender, de esa manera directa e
intensa que es la de la experiencia
vivida a través de las ficciones, qué y
cómo somos, en nuestra integridad
humana, con nuestros actos y sueños
y fantasmas, a solas y en el entramado
de relaciones que nos vinculan a los
otros, en nuestra presencia pública y
en el secreto de nuestra conciencia,
esa complejísima suma de verdades
contradictorias —como las llamaba
Isaiah Berlin— de que está hecha la
condición humana. Ese conocimiento
totalizador y en vivo del ser humano,
hoy, sólo se encuentra en la novela. Ni
siquiera las otras ramas de las
humanidades—como la filosofía, la
psicología, la sociología, la historia o
las artes— han podido preservar esa
visión integradora y un discurso
asequible al profano, pues, bajo la
irresistible presión de la cancerosa
división y subdivisión del conocimiento,
han sucumbido también al mandato de
la especialización, a aislarse en
parcelas cada vez más segmentadas y
técnicas, cuyas ideas y lenguajes están
fuera del alcance de la mujer y el
hombre del común. No es ni puede ser
el caso de la literatura, aunque
algunos críticos y teorizadores se
empeñen en convertirla en una ciencia,
porque la ficción no existe para
investigar en un área determinada de
la experiencia, sino para enriquecer
imaginariamente la vida, la de todos,
aquella vida que no puede ser
desmembrada, desarticulada, reducida
a esquemas o fórmulas, sin
desaparecer. Por eso, Marcel Proust
afirmó: "La verdadera vida, la vida por
fin esclarecida y descubierta, la única
vida por lo tanto plenamente vivida, es
la literatura".
Madrid 23 feb 2000

Letras Libres (México) n°22 Octubre
del 2000