5/5/12

MARIO VARGAS LLOSA: "UN MUNDO SIN NOVELAS"

Muchas veces me ha ocurrido, en
ferias del libro o librerías, que un
señor se me acerque con un libro mío
en las manos y me pida una firma,
precisando: "Es para mi mujer, o mi
hijita, o mi hermana, o mi madre; ella,
o ellas, son grandes lectoras y les
encanta la literatura". Yo le pregunto,
de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No
le gusta leer?" La respuesta rara vez
falla: "Bueno, sí, claro que me gusta,
pero yo soy una persona muy
ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy
bien, porque he oído esa explicación
decenas de veces: ese señor, esos
miles de miles de señores iguales a él,
tienen tantas cosas importantes, tantas
obligaciones y responsabilidades en la
vida, que no pueden desperdiciar su
precioso tiempo pasando horas de
horas enfrascados en una novela, un
libro de poemas o un ensayo literario.
Según esta extendida concepción, la
literatura es una actividad prescindible,
un entretenimiento, seguramente
elevado y útil para el cultivo de la
sensibilidad y las maneras, un adorno
que pueden permitirse quienes
disponen de mucho tiempo libre para
la recreación, y que habría que filiar
entre los deportes, el cine, el bridge o
el ajedrez, pero que puede ser
sacrificado sin escrúpulos a la hora de
establecer una tabla de prioridades en
los quehaceres y compromisos
indispensables de la lucha por la vida.
Es cierto que la literatura ha pasado a
ser, cada vez más, una actividad
femenina: en las librerías, en las
conferencias o recitales de escritores,
y, por supuesto, en los departamentos
y facultades universitarios dedicados a
las letras, las faldas derrotan a los
pantalones por goleada. La explicación
que se ha dado es que, en los sectores
sociales medios, las mujeres leen más
porque trabajan menos horas que los
hombres, y, también, que muchas de
ellas tienden a considerar más
justificado que los varones el tiempo
dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy
un tanto alérgico a estas explicaciones
que dividen a hombres y mujeres en
categorías cerradas y que atribuyen a
cada sexo virtudes y deficiencias
colectivas, de manera que no suscribo
del todo dichas explicaciones. Pero de
lo que no hay duda es que los lectores
literarios —hay muchos lectores, pero
de bazofia impresa— son cada vez
menos, en general, y que, dentro de
ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre
en casi todo el mundo. En España, una
reciente encuesta organizada por la
SGAE (Sociedad General de Autores
Españoles) arrojó una comprobación
alarmante: que la mitad de los
ciudadanos de ese país jamás ha leído
un libro. La encuesta reveló, también,
que, en la minoría lectora, el número
de mujeres que confiesan leer supera
al de los hombres en un 6.2% y la
tendencia es a que la diferencia
aumente. Yo me alegro mucho por las
mujeres, claro está, pero lo deploro
por los hombres, y por aquellos
millones de seres humanos que,
pudiendo leer, han renunciado a
hacerlo. No sólo porque no saben el
placer que se pierden, sino, desde una
perspectiva menos hedonista, porque
estoy convencido de que una sociedad
sin novelas, o en la que la literatura ha
sido relegada, como ciertos vicios
inconfesables, a los márgenes de la
vida social y convertida poco menos
que en un culto sectario, está
condenada a barbarizarse
espiritualmente y a comprometer su
libertad
Me propongo en este texto formular
algunas razones contra la idea de la
literatura, en especial de la novela,
como un pasatiempo de lujo, y a favor
de considerarla, además de uno de los
más estimulantes y enriquecedores
quehaceres del espíritu, una actividad
irremplazable para la formación del
ciudadano en una sociedad moderna y
democrática, de individuos libres, y
que, por lo mismo, debería inculcarse
en las familias desde la infancia y
formar parte de todos los programas
de educación como una disciplina
básica. Ya sabemos que ocurre lo
contrario, que la literatura tiende a
encogerse e, incluso, a desaparecer
del currículo escolar como si se tratara
de una enseñanza prescindible.
Vivimos en una era de especialización
del conocimiento, debido al prodigioso
desarrollo de la ciencia y la técnica, y a
su fragmentación en innumerables
avenidas y compartimentos, sesgo de
la cultura que sólo puede acentuarse
en los años venideros. La
especialización trae, sin duda, muchos
beneficios, pues ella permite
profundizar en la exploración y la
experimentación, y es el motor del
progreso. Pero tiene, también, como
consecuencia negativa, el ir eliminando
esos denominadores comunes de la
cultura gracias a los cuales los
hombres y las mujeres pueden
coexistir, comunicarse y sentirse de
alguna manera solidarios. La
especialización conduce a la
incomunicación social, al
cuarteamiento del conjunto de seres
humanos en asentamientos o guetos
culturales de técnicos y especialistas a
los que un lenguaje, unos códigos y
una información progresivamente
sectorizada y parcial, confinan en aquel
particularismo contra el que nos
alertaba el viejísimo refrán: no
concentrarse tanto en la rama o la
hoja como para olvidar que ellas son
partes de un árbol, y éste, de un
bosque. De tener conciencia cabal de
la existencia del bosque depende en
buena medida el sentimiento de
pertenencia que mantiene unido al
todo social y le impide desintegrarse
en una miríada de particularismos
solipsistas. Y el solipsismo —de
pueblos o individuos— produce
paranoias y delirios, esas
desfiguraciones de la realidad que a
menudo generan el odio, las guerras y
los genocidios. Ciencia y técnica ya no
pueden cumplir aquella función
cultural integradora en nuestro tiempo,
precisamente por la infinita riqueza de
conocimientos y la rapidez de su
evolución que ha llevado a la
especialización y al uso de
vocabularios herméticos.
La literatura, en cambio, a diferencia de
la ciencia y la técnica, es, ha sido y
seguirá siendo, mientras exista, uno de
esos denominadores comunes de la
experiencia humana, gracias al cual los
seres vivientes se reconocen y
dialogan, no importa cuán distintas
sean sus ocupaciones y designios
vitales, las geografías y las
circunstancias en que se hallen, e,
incluso, los tiempos históricos que
determinen su horizonte. Los lectores
de Cervantes o de Shakespeare, de
Dante o de Tolstoi, nos entendemos y
nos sentimos miembros de la misma
especie porque, en las obras que ellos
crearon, aprendimos aquello que
compartimos como seres humanos, lo
que permanece en todos nosotros por
debajo del amplio abanico de
diferencias que nos separan. Y nada
defiende mejor al ser viviente contra la
estupidez de los prejuicios, del
racismo, de la xenofobia, de las
orejeras pueblerinas del sectarismo
religioso o político, o de los
nacionalismos excluyentes, como esta
comprobación incesante que aparece
siempre en la gran literatura: la
igualdad esencial de hombres y
mujeres de todas las geografías y la
injusticia que es establecer entre ellos
formas de discriminación, sujeción o
explotación. Nada enseña mejor que
las buenas novelas a ver, en las
diferencias étnicas y culturales, la
riqueza del patrimonio humano y a
valorarlas como una manifestación de
su múltiple creatividad. Leer buena
literatura es divertirse, sí; pero también
aprender, de esa manera directa e
intensa que es la de la experiencia
vivida a través de las ficciones, qué y
cómo somos, en nuestra integridad
humana, con nuestros actos y sueños
y fantasmas, a solas y en el entramado
de relaciones que nos vinculan a los
otros, en nuestra presencia pública y
en el secreto de nuestra conciencia,
esa complejísima suma de verdades
contradictorias —como las llamaba
Isaiah Berlin— de que está hecha la
condición humana. Ese conocimiento
totalizador y en vivo del ser humano,
hoy, sólo se encuentra en la novela. Ni
siquiera las otras ramas de las
humanidades—como la filosofía, la
psicología, la sociología, la historia o
las artes— han podido preservar esa
visión integradora y un discurso
asequible al profano, pues, bajo la
irresistible presión de la cancerosa
división y subdivisión del conocimiento,
han sucumbido también al mandato de
la especialización, a aislarse en
parcelas cada vez más segmentadas y
técnicas, cuyas ideas y lenguajes están
fuera del alcance de la mujer y el
hombre del común. No es ni puede ser
el caso de la literatura, aunque
algunos críticos y teorizadores se
empeñen en convertirla en una ciencia,
porque la ficción no existe para
investigar en un área determinada de
la experiencia, sino para enriquecer
imaginariamente la vida, la de todos,
aquella vida que no puede ser
desmembrada, desarticulada, reducida
a esquemas o fórmulas, sin
desaparecer. Por eso, Marcel Proust
afirmó: "La verdadera vida, la vida por
fin esclarecida y descubierta, la única
vida por lo tanto plenamente vivida, es
la literatura".
Madrid 23 feb 2000

Letras Libres (México) n°22 Octubre
del 2000