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DAFNE

Dafne, una ninfa, hija del río Peneo,
fue el primer amor de Febo. No fue el
azar quien encendió en él el amor por
Dafne, sino la cólera de Cupido, hijo de
Venus. Febo había visto un día a
Cupido jugando con el arco y las
flechas, y le reprochó que usara para
crear la relación amorosa unas armas
que solo deberían servir para hazañas
gloriosas. Cupido, ofendido por las
palabras de Febo, quiso demostrarle
que, por poderosas que fuesen sus
flechas, más aún lo eran las del amor.
Irritado, subió a la cima del Parnaso.
Llevaba en su mano dos flechas, una
de oro y afilada punta, que produce el
amor en aquel en quien se clava; la
otra de plomo y sin punta, que lo
ahuyenta en quien la recibe. Con la
primera hirió a Febo, con la segunda a
Dafne. En el acto él sintió un amor
intenso por la ninfa, ella, en cambio,
hasta del nombre del amor huía. Dafne
vivía en el bosque, dedicada a la caza,
sin hacer caso de joyas o vestidos, ni
de los jóvenes que la cortejaban.
Muchas veces le pidió su padre que
aceptara un esposo y le diera nietos;
ella, a su vez, le suplicaba que le
permitiera vivir en virginidad perpetua,
como la diosa Diana.
Pero el amor de Febo por Dafne no
hacía sino crecer. Su pecho ardía de
pasión, como arden los campos de
trigo, una vez retiradas las espigas; o
como el bosque donde alguien, por
descuido, dejó sin apagar un fuego.
Febo se quedaba extasiado ante sus
ojos, que resplandecían como estrellas;
ante su boca, que tanto deseaba
besar; ante sus blancos brazos y sus
formas, que adivinaba bajo las ropas.
Deseaba acercarse a ella, pero la ninfa
huía de él como la oveja huye del lobo
o la paloma del águila. Le rogaba él
entonces que se detuviera, no fueran
las zarzas a herir sus hermosas
piernas, y le hacía ver que no era un
vulgar pastor quien la deseaba, sino
un dios poderoso, hijo de Júpiter,
capaz de revelar el futuro y de curar
las enfermedades con el poder de las
hierbas. Pero todo era en vano. Dafne
huía aterrorizada, aumentando con
ello aún más el amor de Febo.
Un día corrían veloces por los montes;
él, con la esperanza de alcanzarla; ella,
por temor de ser alcanzada. Pero el
amor da siempre alas al enamorado, y
la ninfa sentía ya el aliento de Febo
sobre su cabeza. Entonces ella,
dirigiéndose a las aguas del Peneo, su
padre, dijo así suplicando:
< sois dioses y, como ellos, podéis obrar
prodigios, cambia mi figura, que es la
causa de la desgracia que me aflige.>>
Apenas terminó su súplica, un extraño
adormecimiento se apoderó de ella. Su
cuerpo se cubrió de una delgada
corteza, sus pies, antes veloces, se
hicieron raíces que se hundían en el
suelo, sus cabellos se transformaron
en hojas, sus brazos en ramas, su
cabeza en la frondosa copa de un
árbol. Al poco, se había convertido en
un hermoso laurel. Pero aún así la
seguía amando Febo. Estrechando
entre sus brazos el tronco aún
palpitante, besaba una y otra vez la
madera que, todavía ahora, se resistía
y quería huir de él. Al fin, le habló así:
< esposa, serás mi árbol>>.
Y desde entonces la corona de laurel
acompaña a los jóvenes que triunfan
en los Juegos deportivos, como
símbolo de sus triunfos.
Adaptación de la Metamorfosis de
Ovidio.
Imagen: John W. Waterhouse, Apolo y
Dafne