5/4/12

LA CONQUISTA DEL EVEREST

Contado por el propio Hillary en una
entrevista(...) –Cuéntemelo todo
Hillary: Nací en Tuakau, un pueblo que
está unos cincuenta kilómetros al sur
de Auckland. Mi padre era editor y mi
madre, maestra de escuela. Los libros
no daban para obtener muchas
alegrías, así que papá decidió
abandonarlos como profesión y
dedicarse a la apicultura, él que lo
único que sabía de abejas se
concentraba en compararlas a un
abejorro que pica. Fui al colegio más
cercano, que estaba a cuatro o cinco
kilómetros de casa, y durante el
recorrido me dedicaba a leer. Me
apasionaban los relatos de aventuras... Nada importante ocurrió en mi vida
hasta que cumplí dieciséis años.
Haciendo un gran esfuerzo, tal vez
quitando dinero de cosas importantes,
mis padres me apuntaron a una
excursión organizada por la escuela
superior. Se trataba de pasar un fin de
semana en el área del volcán sagrado
Ruapehu, que fue declarada parque
nacional en 1894 bajo la denominación
de Tongariro. Parecía una excursión
como cualquier otra, pero no lo fue.
Subimos al lago que tiene el volcán a
2.797 metros. Era la primera vez que
tocaba la nieve. Allá arriba me sentí
otro. Yo quería seguir subiendo,
acercarme más al cielo, pero ya no
había más montaña.. mientras bajaba cuando vi a mi altura
otras montañas pedregosas, las Rocas
de la Catedral, el Te Heu Heu, el
Paretetaitonga, y más abajo el bosque
húmedo con árboles que comenzaron
a crecer cuando en Roma aún había
emperadores, cascadas como rizos de
una mujer hermosa, ríos con agua del
color de la sangre o amarillos como el
ámbar. Descubrí que el hombre es una
hormiga, que el mundo es demasiado
extenso, bello y poderoso, y que sólo
desde las grandes atalayas podía ver la
Tierra como la ven los dioses. Desde entonces, no había fin de
semana que no me acercara a ellas.
Daba lo mismo cuál fuera, porque lo
hacía por pura diversión. Cuando tenía
dinero, viajaba a la Isla Sur, me perdía
por el monte Cook y tallaba escalones
en el hielo como una escalera para
subir al cielo. En esa época pensaba
que Tongariro era más alpino y Cook,
más himalayo, aunque no conocía ni
los Alpes ni el Himalaya. Tenía un plan.
Aunque fuera con mi propio dinero,
debía ir a Europa y a la India. Había
estudiado dos años en la Universidad,
pero aquello no era para mí. Me puse
a trabajar con mi padre en el negocio
de las abejas, que no iba mal del todo,
y al fin fui a los Alpes de Suiza y
Austria por un tiempo demasiado
corto. En 1959 realicé mi primer viaje a
la India junto con tres amigos y nos
dedicamos a subir lo que teníamos a
mano en los montes Garhwall, cerca de
la frontera con Nepal. Nos
levantábamos, mirábamos a nuestro
alrededor, veíamos una hermosa
montaña de seis o siete mil metros
(porque las había a cientos) y
decíamos: –vamos a escalarla.
Así lo hicimos con seis cumbres
vírgenes. Era una delicia.
Lo que yo no podía imaginar es que en
ese momento los ingleses estaban
organizando una expedición de
reconocimiento al Everest y que
algunos montañeros a los que conocí
fuera de Nueva Zelanda habían
hablado de mí a Eric Shipton, que era
quien estaba al cargo de su
organización, un montañero de mucho
prestigio y sobrada experiencia que a
todos caía bien. Cuando me invitó a
participar en ella, yo pensé:
–Me lleva de chico de los recados.
ero me daba lo mismo. Los chinos
habían penetrado en el Tíbet y cerrado
la posibilidad de utilizar la cara norte
como vía, que era la que hasta
entonces se había utilizado para
acercarse a la cumbre. En ese
momento se trataba de estudiar una
vía por el collado sur. Me divertí
mucho y me cansé otro tanto.
Al año siguiente, Shipton volvió a
llamarme para escalar el Cho Oyu, un
“ochomil” que está al lado del Everest.
Esta vez, pensaba:
-Me quieren para que les haga el té.
Aunque no llegamos a la cima, me
dediqué a mirar..
–Algún día yo estaré allí– me decía.
En 1953, el permiso para escalar la
gran montaña correspondía a
Inglaterra. Shipton fue apartado de la
dirección de esta enorme expedición y
en su lugar se nombró a John Hunt, un
oficial del ejército que para mí era
desconocido como montañero. A nadie
gustó este nombramiento ni la forma
en que se hizo. Yo pensaba que
quedaría fuera del grupo, pero Hunt
me llamó.
–Será para que le sirva el whisky.
La primera vez que lo vi pensé:
–Bueno, a ver cómo es este tipo,
espero que no se dedique a dar
órdenes militares.
Pero no, me dio un fuerte apretón de
manos y, sin soltarlas, me dijo:
–He esperado mucho tiempo para
conocerte.
Cambié mi idea respecto a él. Era un
buen montañero que nos consultaba
cualquier decisión...
El grupo lo integrábamos diez
montañeros europeos (excepto
George Lowe y yo, que éramos
neozelandeses) y unos trescientos
sherpas. Siempre he creído que mi
mayor mérito consistía en saber hacer
escalones en el hielo mejor que nadie
y, además, Lowe y yo subíamos de
forma rápida y segura.
Tal vez nos llamaron por esas
cualidades. Teníamos un físico muy
resistente y nos diferenciábamos del
resto en que no nos creíamos
profesionales, sino que hacíamos
aquello por pura diversión.
Disfrutábamos abriendo la tienda y
contemplando los colores rosados del
amanecer o los tonos rojizos del
crepúsculo. A veces, cuando subíamos
juntos (a Hunt no le gustaba), nos
parábamos en medio de una cuesta
empinadísima o de una pared helada y
allí nos quedábamos unos minutos
contemplando la vista magnífica que la
montaña suele ofrecer. Entonces
George cantaba una canción maorí que
decía algo así:
He putiputi koe i katohia
hei piri ki te uma e te tau
Y que ninguno de los dos
entendíamos, pero que él aseguraba
que significaba “tú eres una bella flor”.
Sin embargo, los demás permanecían
muy concentrados y serios ante
cualquier dificultad por leve que fuera.
Un día lo vi dando órdenes a los
serpas. Me fijé en él.. Se notaba que era buen montañero.
Había intentado subir el Everest siete
veces y como sabía que Lowe y yo
teníamos escasas posibilidades de
formar cordada, me acerqué a él.
Entonces recordé que lo había
conocido un año antes en la ascensión
al Cho Oyu, aunque no habíamos
coincidido demasiado. Intuía que Hunt
utilizaría primero a los británicos y, si
éstos fallaban, tal vez recurriera a
nosotros. Se llamaba Tenzing Norgay.
Una vez, equipando una vía en el
Everest, salté sobre una grieta sin
tomar precaución alguna. La cornisa
cedió y comencé a resbalar. Parecía un
milagro, pero él, que no llegaba a
medir 1,60 metros de altura y pesaba
lo que un mechón de pelo de yak, me
aseguró con la cuerda y frenó la caída
de un cuerpo que medía 1,95 metros y
pesaba ochenta kilos. No había duda,
me salvó la vida. Estaba seguro de que,
si hubiera alguna posibilidad de ser yo
el elegido, él sería mi compañero de
cordada.
Unos montañeros enfermaron. Otros
parecían demasiado cansados. Hunt
tomó la decisión de que fueran el
londinense Bourdillon (de Kensington
de toda la vida) y el galés Evans
(educado en Oxford) quienes
formaran la cordada definitiva. Tenzing
y yo habíamos acondicionado la pared
del Lhotse y transportado bagajes y
pertrechos sobre la espalda, que
llegaban a pesar veintiocho kilos.
También ascendimos y descendimos
para controlar la duración de las
botellas de oxígeno e incluso
preparamos la explanada en la que se
situaría el último campamento antes
del intento definitivo por encima de los
8.800 metros. Debíamos estar muy
cansados, pero no, los dos
manteníamos nuestras fuerzas o las
recuperábamos con facilidad. Había
entre nosotros un mudo acuerdo que
nos fortalecía.
Hunt reunió al equipo.
–Sí, serán Bourdillon y Evans. Lo
intentaremos mañana. Espero que este
26 de mayo sea un día que pase a la
historia.
Con voz apenas audible, se me
ocurrió:
–Yo también lo espero. Si no lo
consiguen, Tenzing y yo nos ofrecemos
para intentarlo.
Hunt permaneció callado.
Sorprendentemente, fue Evans quien
habló en un inglés que mezclaba
palabras galesas:
–No hay duda de que ellos también
están gryf.
O sea, fuertes. Hunt asintió como
diciendo:
–Allá ellos.
Llegaron a la cima sur. Sólo faltaban
cien metros para alcanzar la gloria.
Estaban agotados y tenían ante ellos
una pared que les pareció imposible de
superar. Regresaron.
Dos días después, Tenzing y yo
pasamos la noche en el último refugio,
el campamento IX. No pudimos dormir,
sólo dormitar de vez en vez. La
temperatura era buena y, aunque
hacía un frío del demonio, el viento
soplaba sereno. Al alba nos pusimos
en camino, siempre hacia arriba.
Llegamos al escalón algo cansados.
–¿Seguimos?
Tenzing no respondió. Miró al cielo. Su
sonrisa ya no estaba allí. No podíamos
ver la cumbre, sólo ese enorme
paredón vertical que yo había
observado desde la lejanía cuando nos
preparábamos en el Cho Oyu.
Descubrí una cornisa helada en el lado
derecho con una grieta larga y estrecha
que yo dudaba de que fuera sólida,
capaz de sujetarnos. Si se rompía,
caería al abismo por la ladera del
glaciar Kangshung. Pensé que aquello
era el Everest y que merecía la pena
intentarlo.