Consideraba yo a mi amiga Morella
con un sentimiento de profundo,
aunque muy singular afecto.
Habiéndola conocido casualmente
hace muchos años, mi alma, desde
nuestro primer encuentro, ardió con
un fuego que no había conocido
antes jamás; pero no era ese fuego el
de Eros, y representó para mi espíritu
un amargo tormento la convicción
gradual de que no podría definir su
insólito carácter ni regular su vaga
intensidad. Sin embargo, nos
tratamos, y el destino nos unió ante
el altar; jamás hablé de pasión, ni
pensé en el amor. Ella, aun así, huía
de la sociedad, y dedicándose a mí,
me hizo feliz. Asombrarse es una
felicidad, y una felicidad es soñar.
La erudición de Morella era profunda.
Como espero mostrar, sus talentos no
eran de orden vulgar, y su potencia
mental era gigantesca. Lo percibí, y
en muchas materias fui su discípulo.
No obstante, pronto comprendí que,
quizá a causa de haberse educado en
Pressburgo ponía ella ante mí un
gran número de esas obras místicas
que se consideran generalmente
como la simple escoria de la
literatura alemana. Esas obras, no
puedo imaginar por qué razón,
constituían su estudio favorito y
constante, y si en el transcurso del
tiempo llegó a ser el mío también,
hay que atribuirlo a la simple, pero
eficaz influencia del hábito y del
ejemplo.
Con todo esto, si no me equivoco,
pero tiene que ver mi razón. Mis
convicciones, o caigo en un error, no
estaban en modo alguno basadas en
el ideal, y no se descubriría, como no
me equivoque por completo, ningún
tinte del misticismo de mis lecturas,
ya fuese en mis actos o ya fuese en
mis pensamientos.
Persuadido de esto, me abandoné sin
reserva a la dirección de mi esposa, y
me adentré con firme corazón en el
laberinto de sus estudios. Y entonces
-cuando, sumiéndome en páginas
aborrecibles, sentía un espíritu
aborrecible encenderse dentro de mí-
venía Morella a colocar su mano fría
en la mía, y hurgando las cenizas de
una filosofía muerta, extraía de ellas
algunas graves y singulares palabras
que, dado su extraño sentido, ardían
por sí mismas sobre mi memoria. Y
entonces, hora tras hora, permanecía
al lado de ella, sumiéndome en la
música de su voz, hasta que se
infestaba de terror su melodía, y una
sombra caía sobre mi alma, y
palidecía yo, y me estremecía
interiormente ante aquellos tonos
sobrenaturales. Y así, el gozo se
desvanecía en el horror, y lo más
bello se tornaba horrendo, como
Hinnom se convirtió en Gehena.
Resulta innecesario expresar el
carácter exacto de estas
disquisiciones que, brotando de los
volúmenes que he mencionado,
constituyeron durante tanto tiempo
casi el único tema de conversación
entre Morella y yo.
Los enterados de lo que se puede
llamar moral teológica las concebirán
fácilmente, y los ignorantes poco
comprenderían, en todo caso. El
vehemente panteísmo de Fichte, la
palingenesia modificada de los
pitagóricos, y por encima de todo, las
doctrinas de la Identidad tal como
las presenta Schelling, solían ser los
puntos de discusión que ofrecían
mayor belleza a la imaginativa
Morella. Esta identidad llamada
personal, la define con precisión
mister Locke, creo, diciendo que
consiste en la cordura del ser
racional. Y como por persona
entendemos una esencia inteligente,
dotada de razón, y como hay una
conciencia que acompaña siempre al
pensamiento, es ésta la que nos hace
a todos ser eso que llamamos
nosotros mismos, diferenciándonos
así de otros seres pensantes y
dándonos nuestra identidad
personal. Pero el principium
individuationis -la noción de esa
identidad que en la muerte se pierde
o no para siempre- fue para mí en
todo tiempo una consideración de
intenso interés, no sólo por la
naturaleza pasmosa y emocionante de
sus consecuencias, sino por la
manera especial y agitada como la
mencionaba Morella.
Pero realmente había llegado ahora
un momento en que el misterio del
carácter de mi esposa me oprimía
como un hechizo. No podía soportar
por más tiempo el contacto de sus
pálidos dedos, ni el tono profundo de
su palabra musical, ni el brillo de sus
melancólicos ojos. Y ella sabía todo
esto, pero no me reconvenía.
Parecía tener conciencia de mi
debilidad o de mi locura, y sonriendo,
las llamaba el Destino. Parecía
también tener conciencia de la causa,
para mí desconocida, de aquel
gradual desvío de mi afecto; pero no
me daba explicación alguna ni aludía
a su naturaleza. Sin embargo, era
ella mujer, y se consumía por días.
Con el tiempo, se fijó una mancha
roja constantemente sobre sus
mejillas, y las venas azules de su
pálida frente se hicieron
prominentes. Llegó un instante en
que mi naturaleza se deshacía en
compasión; pero al siguiente
encontraba yo la mirada de sus ojos
pensativos, y entonces sentíase mal
mi alma y experimentaba el vértigo
de quien tiene la mirada sumida en
algún aterrador e insondable abismo.
¿Diré que anhelaba ya con un deseo
fervoroso y devorador el momento de
la muerte de Morella? Así era; pero el
frágil espíritu se aferró en su
envoltura de barro durante muchos
días, muchas semanas y muchos
meses tediosos, hasta que mis
nervios torturados lograron triunfar
sobre mi mente, y me sentí
enfurecido por aquel retraso, y con
un corazón demoníaco, maldije los
días, las horas, los minutos amargos,
que parecían alargarse y alargarse a
medida que declinaba aquella
delicada vida, como sombras en la
agonía de la tarde. Pero una noche
de otoño, cuando permanecía quieto
el viento en el cielo, Morella me llamó
a su lado. Había una oscura bruma
sobre toda la tierra, un calor
fosforescente sóbrenlas aguas, y entre
el rico follaje de la selva de octubre,
hubiérase dicho que caía del
firmamento un arco iris.
-Éste es el día de los días -dijo ella,
cuando me acerqué-: un día entre
todos los días para vivir o morir. Es
un día hermoso para los hijos de la
tierra y de la vida, ¡ah, y más
hermoso para las hijas del cielo y de
la muerte!
Besé su frente, y ella prosiguió:
-Voy a morir, y a pesar de todo,
viviré.
-¡Morella!
-No han existido nunca días en que
hubieses podido amarme; pero a la
que aborreciste en vida la adorarás
en la muerte.
-¡Morella!
-Repito que voy a morir. Pero hay en
mí una prenda de ese afecto, ¡ah,
cuan pequeño!, que has sentido por
mí, por Morella. Y cuando parta mi
espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el
de Morella. Pero tus días serán días
de dolor, de ese dolor que es la más
duradera de las impresiones, como el
ciprés es el más duradero de los
árboles. Porque han pasado las horas
de tu felicidad, y no se coge dos
veces la alegría en una vida, como las
rosas de Paestum dos veces en un
año. Tú no jugarás ya más con el
tiempo el juego del Teyo; pero,
siéndote desconocidos el mirto y el
vino, llevarás contigo sobre la tierra
tu sudario, como hace el musulmán
en la Meca.
-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿cómo
sabes esto?
Pero ella volvió su rostro sobre la
almohada, un leve temblor recorrió
sus miembros, y ya no oí más su voz.
Sin embargo, como había predicho
ella, su hijo -el que había dado a luz
al morir, y que no respiró hasta que
cesó de alentar su madre-, su hijo,
una niña, vivió. Y creció extrañamente
en estatura y en inteligencia, y era
de una semejanza perfecta con la que
había desaparecido, y la amé con un
amor más ferviente del que creí me
sería posible sentir por ningún
habitante de la Tierra.
Pero, antes de que pasase mucho
tiempo, se ensombreció el cielo de
aquel puro afecto, y la tristeza, el
horror, la aflicción, pasaron veloces
como nubes. He dicho que la niña
creció extrañamente en estatura y en
inteligencia. Extraño, en verdad, fue
el rápido crecimiento de su tamaño
corporal; pero terribles, ¡oh,
terribles!, fueron los tumultuosos
pensamientos que se amontonaron
sobre mí mientras espiaba el
desarrollo de su ser intelectual.
¿Podía ser de otra manera, cuando
descubría yo a diario en las
concepciones de la niña las potencias
adultas y las facultades de la mujer,
cuando las lecciones de la experiencia
se desprendían de los labios de la
infancia y cuando veía a cada hora la
sabiduría o las pasiones de la
madurez centellear en sus grandes y
pensativos ojos? Como digo, cuando
apareció evidente todo eso ante mis
sentidos aterrados, cuando no le fue
ya posible a mi alma ocultárselo más,
ni a mis facultades estremecidas
rechazar aquella certeza, ¿cómo
puede extrañar que unas sospechas
de naturaleza espantosa y
emocionante se deslizaran en mi
espíritu, o que mis pensamientos se
volvieran, despavoridos, hacia los
cuentos extraños y las impresionantes
teorías de la enterrada Morella?
Arranqué a la curiosidad del mundo
un ser a quien el Destino me
mandaba adorar, y en el severo
aislamiento de mi hogar, vigilé con
una ansiedad mortal cuanto
concernía a la criatura amada.
Y mientras los años transcurrían.."