Y mientras los años transcurrían, y
mientras día tras día contemplaba yo
su santo, su apacible, su elocuente
rostro, mientras examinaba sus
formas que maduraban, descubría día
tras día nuevos puntos de semejanza
en la hija con su madre, la
melancólica y la muerta. Y a cada
hora aumentaban aquellas sombras
de semejanza, más plenas, más
definidas, más inquietantes y más
atrozmente terribles en su aspecto.
Pues que su sonrisa se pareciese a la
de su madre podía yo sufrirlo,
aunque luego me hiciera estremecer
aquella identidad demasiado
perfecta; que sus ojos se pareciesen
a los de Morella podía soportarlo,
aunque, además, penetraran harto a
menudo en las profundidades de mi
alma con el intenso e impresionante
pensamiento de la propia Morella. Y
en el contorno de su alta frente, en
los bucles de su sedosa cabellera, en
sus pálidos dedos que se sepultaban
dentro de ella, en el triste tono bajo
y musical de su palabra, y por encima
de todo -¡oh, por encima de todo!- en
las frases y expresiones de la muerta
sobre los labios de la amada, de la
viva, encontraba yo pasto para un
horrendo pensamiento devorador,
para un gusano que no quería
perecer.
Así pasaron dos lustros de su vida, y
hasta ahora mi hija permanecía sin
nombre sobre la tierra. «Hija mía» y
«amor mío» eran las denominaciones
dictadas habitualmente por el afecto
paterno, y el severo aislamiento de
sus días impedía toda relación. El
nombre de Morella había muerto con
ella. No hablé nunca de la madre a la
hija; érame imposible hacerlo. En
realidad, durante el breve período de
su existencia, la última no había
recibido ninguna impresión del
mundo exterior, excepto las que la
hubieran proporcionado los estrechos
límites de su retiro.
Pero, por último, se ofreció a mi
mente la ceremonia del bautismo en
aquel estado de desaliento y de
excitación, como la presente
liberación de los terrores de mi
destino. Y en la pila bautismal dudé
respecto al nombre. Y se agolparon a
mis labios muchos nombres de
sabiduría y belleza, de los tiempos
antiguos! y de los modernos, de mi
país y de los países extranjeros, con
otros muchos, muchos delicados de
nobleza, de felicidad y de bondad.
¿Qué me impulsó entonces a agitar el
recuerdo de la muerta enterrada?
¿Qué demonio me incitó a suspirar
aquel sonido cuyo recuerdo real hacía
refluir mi sangre a torrentes desde
las sienes al corazón? ¿Qué espíritu
perverso habló desde las reconditeces
de mi alma, cuando, entre aquellos
oscuros corredores, y en el silencio de
la noche, musité al oído del santo
hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué
ser más demoníaco retorció los rasgos
de mi hija, y los cubrió con los tintes
de la muerte cuando estremeciéndose
ante aquel nombre apenas audible,
volvió sus límpidos ojos desde el
suelo hacia el cielo, y cayendo
prosternada sobre las losas negras de
nuestra cripta ancestral, respondió:
«¡Aquí estoy!»?
Estas simples y cortas sílabas cayeron
claras, fríamente claras, en mis oídos,
y desde allí, como plomo fundido, se
precipitaron silbando en mi cerebro.
Años, años enteros pueden pasar;
pero el recuerdo de esa época,
¡jamás! No desconocía yo, por cierto,
las flores y la vid; pero el abeto y el
ciprés proyectaron su sombra sobre
mí noche y día. Y no conservé noción
alguna de tiempo o de lugar, y se
desvanecieron en el cielo las estrellas
de mi destino, y desde entonces se
ensombreció la tierra, y sus figuras
pasaron junto a mí como sombras
fugaces, y entre ellas sólo vi una:
Morella. Los vientos del firmamento
suspiraban un único sonido en mis
oídos, y las olas en el mar
murmuraban eternamente: «Morella.»
Pero ella murió, y con mis propias
manos la llevé a la tumba; y reí con
una risa larga y amarga al no
encontrar vestigios de la primera
Morella en la cripta donde enterré la
segunda.
Imagen.-
Ilustración de Harry Clarke para el cuento "Morella"