3/8/12

La fábula de los ciegos Hermann Hesse

Durante los primeros años del hospital
de ciegos, como se sabe, todos los
internos detentaban los mismos
derechos y sus pequeñas cuestiones
se resolvían por mayoría simple,
sacándolas a votación. Con el sentido
del tacto sabían distinguir las monedas
de cobre y las de plata, y nunca se dio
el caso de que ninguno de ellos
confundiese el vino de Mosela con el
de Borgoña. Tenían el olfato mucho
más sensible que el de sus vecinos
videntes. Acerca de los cuatro sentidos
consiguieron establecer brillantes
razonamientos, es decir que sabían de
ellos cuanto hay que saber, y de esta
manera vivían tranquilos y felices en la
medida en que tal cosa sea posible
para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que
uno de sus maestros manifestó la
pretensión de saber algo concreto
acerca del sentido de la vista.
Pronunció discursos, agitó cuanto
pudo, ganó seguidores y por último
consiguió hacerse nombrar principal
del gremio de los ciegos. Sentaba
cátedra sobre el mundo de los colores,
y desde entonces todo empezó a salir
mal.
Este primer dictador de los ciegos
empezó por crear un círculo
restringido de consejeros, mediante lo
cual se adueñó de todas las limosnas.
A partir de entonces nadie pudo
oponérsele, y sentenció que la
indumentaria de todos los ciegos era
blanca. Ellos lo creyeron y hablaban
mucho de sus hermosas ropas
blancas, aunque ninguno de ellos las
llevaba de tal color. De modo que el
mundo se burlaba de ellos, por lo que
se quejaron al dictador. Éste los recibió
de muy mal talante, los trató de
innovadores, de libertinos y de
rebeldes que adoptaban las necias
opiniones de las gentes que tenían
vista. Eran rebeldes porque, caso
inaudito, se atrevían a dudar de la
infalibilidad de su jefe. Esta cuestión
suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo
príncipe de los ciegos lanzó un nuevo
edicto, que declaraba que la
vestimenta de los ciegos era roja. Pero
esto tampoco resultó cierto; ningún
ciego llevaba prendas de color rojo.
Las mofas arreciaron y la comunidad
de los ciegos estaba cada vez más
quejosa. El jefe montó en cólera, y los
demás también. La batalla duró largo
tiempo y no hubo paz hasta que los
ciegos tomaron la decisión de
suspender provisionalmente todo
juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió
que el error de los ciegos había
consistido en atreverse a opinar sobre
colores. Por su parte, sin embargo,
siguió firmemente convencido de que
los sordos eran las únicas personas
autorizadas a opinar en materia de
música.