9/3/12

PANEM ET CIRCENSES

Los emperadores se consideraban
“amigos del pueblo”. Ellos sabían lo
que tenían que dar a la plebe para que
ésta les mostrase verdadera adoración.
Juvenal lo dice bien claro: “la plebe
sólo desea con codiciosa ansiedad dos
cosas: pan y circo -panem et
circenses-”. Los excesos de un Calígula
y un Nerón en nada afectaban al
populacho mientras se repartiera trigo
y se organizaran de tanto en tanto
unos buenos combates de gladiadores
o batallas simuladas.
En el año 70 el príncipe Tito destruyó
Jerusalén y, cuando accedió al trono
construyó el anfiteatro Flavio, el mayor
del mundo, llamado a partir de la Edad
Media Coliseo debido probablemente
a que muy cerca se encontraba una
estatua de Nerón de 36 metros de
altura conocida como “el coloso”.
A parte de las mensuales
distribuciones de alimentos que se
hacían desde el Pórtico de Minucius,
los emperadores tenían que distribuir
también diversión. En Roma la mitad
de la población no trabajaba y la otra
mitad quedaba libre después del
mediodía. El tiempo de ocio era pues,
mucho, y las personas que entretener,
alrededor de trescientas mil. El régimen
imperial había cortado la ilusión
política de muchos de aquellos
ciudadanos ociosos, los cargos
políticos estaban repartidos entre los
funcionarios imperiales y la antigua
ocupación política de los hombres
libres había que reconvertirla en
diversión. Los diversos espectáculos,
costeados por los emperadores,
vinieron a ocupar la inactividad y a
ocupar el tiempo libre. Dion Casio
cuenta que en cierta ocasión que
Augusto le reprendió al pantomimo
Pylades por alborotar Roma, él le
contestó: “César, te conviene que el
pueblo se interese por nosotros”.
Los espectáculos servían también para
popularizar a los emperadores. Ellos
participaban con toda la pompa de su
realeza en aquellos eventos, disponían
de un lugar privilegiado (el pulvinar
imperial), desde donde entraban en
contacto con su pueblo: se
apasionaban, sufrían, reían y lloraban
con él. Próximo y distante, humano y
divino al mismo tiempo, el césar sentía
al pueblo y el pueblo a su césar. Él era
el artífice de aquel espectáculo, él
había corrido con los gastos y el
público lo adoraba por ello. Era la
hora del pueblo y los emperadores lo
sabían, por eso aprovechaban para
hacerse presentes en medio de la
turba.
El espectáculo preferente, más que el
teatro e incluso que la lucha de
gladiadores, eran las carreras en el
circo. Roma disponía de un lugar
privilegiado para llevarlas a término
con toda la grandiosidad requerida. Se
trataba del Circo Máximo, remodelado
y engrandecido en diversas ocasiones.
Como ningún emperador quiso ser
menos que su antecesor, las carreras
llegaron a ocupar toda la jornada, de
tal forma que podemos imaginar el
circo como una gran ciudad dentro de
Roma, donde miles de personas
pasaban el día. Por esa razón el circo
contaba con tiendas, restaurantes,
tabernas, casas de apuestas y
prostíbulos. Todo lo que un romano
podía necesitar para pasárselo
bien...pero también había reparto de
diferentes comidas gratis.
Las carreras del circo se completaban
con el teatro y los espectáculos del
grandioso Coliseo: las luchas de
gladiadores, las naumachiae
(representaciones de batallas navales)
y las venationes (espectáculos con
animales).
El Coliseo, al igual que el Circo Máximo
y la infinidad de circos, anfiteatros y
teatros que salpicaban todo el Imperio
son una muestra de que el pueblo
romano no sólo necesitaba satisfacer
el estómago, sino también alimentar el
ocio, ese tiempo insulso e
incontrolable tan peligroso para los
que quieren gobernar sin contar con
los gobernados.