El 1 de septiembre de 1859, Richard
Christopher Carrington, un astrónomo
aficionado inglés de 33 años, estaba
realizando un boceto de las manchas
solares en su observatorio de Redhill,
Surrey.
A las 11:18 observó un estallido de luz
blanca que parecía salir de dos puntos
del grupo de manchas, el fenómeno
aumentaba de intensidad y adoptaba
una forma parecida a la de un riñón.
Carrington se dio cuenta
inmediatamente de que estaba siendo
testigo de algo fuera de lo común, así
que salió disparado de su observatorio
para encontrar a alguien que
confirmara la observación. No tuvo
suerte, no había nadie en la casa en
aquel momento. Cuando volvió,
apenas un minuto después, vio que las
luces se estaban debilitando, así que
anotó con precisión la hora y el lugar
donde de donde partió la fulguración y
siguió observando durante varias
horas más, a pesar de que el Sol ya
había recuperado su aspecto habitual.
Simultáneamente Balfour Stewart había
anotado una alteración del
magnetómetro instalado en los Kew
Gardens de Londres. La tormenta
magnética no sólo afectó a los
instrumentos de precisión de los
observatorios, de todas partes llegaban
noticias de problemas en las líneas
telegráficas, algunas oficinas de
telégrafos se habían incendiado y en
otras los telegrafistas resultaron
heridos.
Carrington sospechó que debía existir
una relación entre la actividad solar y
la tormenta geomagnética del día
siguiente. En realidad Carrington fue el
primer testigo de una eyección de
masa coronal, una onda de radiación y
viento solar que suele producirse en
los períodos de máxima actividad
solar.
La tormenta geomagnética de 1859 se
produjo en los albores de la era
eléctrica, apenas había circuitos
eléctricos aparte del telégrafo. En la
actualidad una tormenta de estas
características tendría unas
repercusiones desastrosas: las
perturbaciones afectarían a los satélites
artificiales, a las redes eléctricas y a las
comunicaciones por radio y televisión.
Fuente: amazings.es