11/3/12

La reina britana

Boudicca, también conocida por
Boadicea en las fuentes latinas, fue la
reina de los icenos, tribu britana que
habitaba el actual condado de
Nortfolk, al este de Inglaterra.
Procedente de la nobleza indígena, su
marido fue Prasutagus, rey de los
icenos. Tanto Dión Casio como Tácito
coinciden en la descripción física y
anímica de esta extraordinaria mujer.
Según éste último “poseía una
inteligencia más grande de la que
generalmente tienen las mujeres”.
Parece ser que fue una mujer fornida,
de estatura muy superior a la media
romana, voz dura y mirada enajenada.
Vestía con túnicas multicolores ceñidas
por un manto y su melena pelirroja le
llegaba hasta la cadera. En su cuello
resaltaba un grueso torques de oro,
símbolo céltico del poder de la
oligarquía indígena.
La tierra de los icenos no había sufrido
los horrores de la guerra durante la
conquista de Britania en el 43 d.C. Esta
tribu fue aliada de los romanos y por
ello quedó al margen de las represalias
y destrucciones que ocasionó dicha
invasión en tiempos del emperador
Claudio. Pero la ocupación romana
acabó por soliviantar las ínfulas
independentistas britanas, bien vistas y
alimentadas por la facción más dura
de la nobleza icena. Varias tribus
díscolas vecinas se sublevaron contra
la autoridad romana, que actuó con
contundencia. El apoyo velado de los
icenos a estas tribus no pasó
desapercibido para el gobernador
Publio Ostorio Escápula, el cual llegó a
amenazarlos con el desarme total.
Prasutagus, el rey iceno, era un buen
vasallo de Roma. Su reinado fue largo
y tranquilo, aunque un importante
detalle condicionaría el futuro de su
pueblo: No tuvo hijos, sino hijas. Este
espinoso asunto sucesorio no suponía
un problema para la sociedad
indígena, que lo aceptaría de buen
grado, pero si que entraba en conflicto
con los pactos de clientela suscritos
con Roma. El gran error de Prasutagus
fue nombrar coheredero de sus hijas
al emperador, práctica habitual en
aquellos tiempos. Con ello esperaba
mantener en su sucesión el equilibrio
de poderes que había conseguido en
su territorio. Pero la Lex Romana no lo
contemplaba así… la única herencia
posible que aceptaba era de padres a
hijos varones.
Cuando el rey murió el territorio
quedó en manos del gobernador de
Britania, el cual hizo caso omiso a los
pactos previos y actuó en la zona
como había sido habitual en el resto
de provincias del Imperio. Como si se
tratase de tierra conquistada, muchas
tierras fueron expropiadas, muchos
bienes confiscados y a la arrogante
nobleza icena se la trató como si
fuesen bárbaros incivilizados.
La situación empeoró cuando
Boudicca, la viuda del rey, no pudo
devolver los préstamos que había
adquirido su marido con Roma. Según
Dión Casio, los publicanos
desencadenaron una salvaje operación
de expolio para cobrar la deuda,
saqueando aldeas y esclavizando a
muchos icenos que no podían hacer
frente a los desmedidos impuestos
imperiales. Tácito destacó dentro de
estos sucesos la pésima conducta del
procurador Deciano, al parecer
instigador de una cruenta acción
recaudatoria que acabó con la propia
Boudicca azotada y sus dos hijas
violadas. La reina jamás perdonó
semejante ultraje y comenzó a urdir
una revuelta a gran escala contra el
poder de Roma.
La oportunidad llegó en el año 61. Era
por entonces gobernador de Britania
un tal Cayo Suetonio Paulino. Recién
llegado de Mauritania, partió hacia la
isla de Mona (hoy Anglesey) para
erradicar la resistencia del último
baluarte druídico. Boudicca aprovechó
la ausencia del gobernador de suelo
britano para conspirar con sus nobles
y desatar la rebelión. Pronto la revuelta
se extendió a sus vecinos trinovantes
(el actual condado de Essex)
El primer objetivo de Boudicca fue
Camulodunum (hoy Colchester),
principal ciudad del territorio
trinovante y en aquel momento colonia
romana. La guarnición de la ciudad
pidió ayuda para contener a la horda
rebelde. Pero el procurador Deciano
envió una triste fuerza de apoyo de
doscientos auxiliares que fue incapaz
de frenar a los insurgentes. La ciudad
fue destruida e incendiada, incluido el
templo al culto imperial en el que se
refugiaron sus últimos defensores.
Todos ellos sin excepción fueron
pasados a cuchillo, hombres mujeres y
niños.
El único que intentó socorrer a la
guarnición de Camulodunum fue
Quinto Petillo Cerial, legado de la Legio
IX Hispana y futuro gobernador de
Britania. Fue atrapado en una
emboscada en un bosque próximo a la
ciudad y, tras una lucha encarnizada,
hubo de abandonar su propósito
perdiendo muchos hombres en el
intento. Quien huyó de forma
miserable fue el avaro Deciano Cato, el
cual viendo el cariz que tomaban los
acontecimientos y sabiéndose culpable
de aquella revuelta por su inagotable
codicia, optó por salir de Britania y
ocultarse en la Galia Bélgica.
La toma de Camulodunum y la
posterior victoria contra las tropas de
Petilio Cerial insuflaron fuerzas a los
insurgentes, que prosiguieron su
avance arrollador hacia Londinium
(Londres). Cayo Suetonio, ya libre de la
campaña que había emprendido en
Gales, encaminó sus tropas hacia allí
en cuanto supo las intenciones de
Boudicca, pero ante la imposibilidad
manifiesta de poder defenderla en
condiciones optó por retirarse a un
lugar más óptimo para combatir y
abandonarla a su suerte. De nuevo, la
ciudad fue arrasada y sus habitantes
masacrados. Y no fue la última,
Verulamium (St. Alban) corrió la misma
suerte…
Cayo Suetonio fue quien eligió el lugar
en el que se enfrentaría a los
insurgentes. Esta decisiva batalla
sucedió en un lugar indeterminado
entre Londinium y Viroconium
(Wroxeter) A priori, las fuerzas
romanas tenían todas las de perder.
Los insurgentes les superaban en
número en 5 a 1, pero Suetonio eligió
bien el escenario de la batalla. Era una
llanura que se extendía frente a un
estrecho desfiladero boscoso que no
permitía al enemigo envolver sus
líneas. Este condicionante topográfico
conjuraba la ventaja numérica
indígena. Además, las tropas romanas
estaban muy bien entrenadas y
equipadas, mientras que la masa
indígena, formada por levas de niños,
hombres y ancianos, era mucho más
difícil de liderar y movilizar.
La mañana del combate Suetonio se
levantó al alba, avisado por sus
tribunos de que el ejército rebelde
había formado frente a ellos. Una línea
imprecisa formada en media luna se
desplegaba ante él, cerrada por detrás
por los propios carros de los britanos
que servían de cobijo a mujeres y
niños expectantes ante una presunta
gran victoria. Suetonio, bien formado
en las gestas bélicas de Mario y César,
vio en aquello la forma de convertir un
festín britano en un auténtico infierno.
Formó a sus hombres con la clásica
doble línea en forma de dientes de
sierra.
Según Tácito, que narró estos hechos
cincuenta años después de producirse,
Boudicca les soltó esta arenga a sus
tropas:
“Nada está a salvo de la arrogancia y
del orgullo romano. Desfigurarán lo
sagrado y desflorarán a nuestras
vírgenes. Ganar la batalla o perecer, tal
es mi decisión de mujer: allá los
hombres si quieren vivir y ser
esclavos.”
Suetonio hizo lo propio con las suyas:
“Ignorad los clamores de estos
salvajes. Hay más mujeres que
hombres en sus filas. No son soldados
y no están debidamente equipados.
Les hemos vencido antes y cuando
vean nuestro hierro y sientan nuestro
valor, cederán al momento. Aguantad
hombro con hombro. Lanzad los
venablos, y luego avanzad: derribadlos
con vuestros escudos y acabad con
ellos con las espadas. Olvidaos del
botín. Tan sólo ganad y lo tendréis
todo.”
Así fue como ocurrió. Suetonio formó
a las tropas y esperó acontecimientos.
Los britanos, impacientes y
desconocedores de las tretas romanas,
después de horas de observar la
perfecta formación inmóvil enemiga
cargaron contra la primera línea. El
desfiladero fue acortando la magnitud
de la ruidosa carga britana, que se
estrelló contra una lluvia de venablos
de la primera línea romana. Los pila
(plural de pilum) eran un arma
demoledora. Una vez clavados dejaban
los escudos inservibles, o traspasaban
como un alfiler la mantequilla los
cuerpos sin armadura de los indígenas.
Tras la segunda lluvia de venablos un
tapiz de cadáveres y moribundos se
extendía frente al desfiladero. Fue el
momento de avanzar. A paso firme y
gladio en mano, las tropas romanas
arrollaron a los britanos,
acuchillándolos desde su seguro muro
de escudos y empujándolos hacia sus
carros con cargas de caballería por los
flancos. Se supone que más de
cuarenta mil britanos murieron
pisoteados tras la desbandada del
ejército insurgente al ver el avance
implacable de las legiones y cerca de
ochenta mil al final de aquella
sangrienta jornada en la que no se
respetó nada. La propia impedimenta
britana hizo de dique y congestionó la
huída. Las legiones masacraron a la
masa indígena, hombres, mujeres y
niños, en uno de los episodios más
sangrientos de toda la historia de la
Britania romana.