"Este aparato inventado por los
señores Auguste y Louis Lumière,
permite recoger, en serie de pruebas
instantáneas, todos los movimientos
que, durante cierto tiempo, se suceden
ante el objetivo, y reproducir a
continuación estos movimientos
proyectando, a tamaño natural, sus
imágenes sobre la pantalla y ante sala
entera".
Este es el histórico y extravagante
cartel que este par de hermanos
franceses pegaron en los cristales del
“Gran Café”, en el número 14 del
Boulevard de los capuchinos de Paris,
para anunciar el estreno de su invento,
el cinematógrafo. Exactamente se
produjo en el “Salón Indio” en los
sótanos del citado local.
Los Lumière decidieron hacer la
presentación el 28 de diciembre de
1895. Distribuyeron invitaciones entre
algunas personas en cuya asistencia
estaban especialmente interesados:
entre otros, el director del Museo
Grévin, M. Thomas; el director del
Folies Bergère, M. Lallemand; y el
director del teatro Robert Houdin,
George Méliès. A pesar de todos los
preparativos la convocatoria fue más
bien modesta.
Apenas algunos curiosos con media
hora para perder bajaron hasta el
Salón Indien. La recaudación fue de 35
francos, lo que apenas alcanzaba a
cubrir el alquiler del local. En medio de
la confusión generalizada, de pronto,
se apagaron las luces. Todo quedo a
oscuras hasta que una tenue luz surgió
al fondo, extendiéndose hasta la
pantalla blanca, en la que, por arte de
magia, apareció la plaza Bellecour, de
Lyon, llena de personas y coches de
caballos en movimiento.
Ante los ojos de aquellos afortunados
primeros espectadores surgía un
espectáculo nunca visto. Por lo menos
no de aquella manera. Algunos se
asustaron, otros, emocionados,
salieron a la calle para convencer a los
desconocidos que pasaban por allí de
que entrasen a ver el fascinante
invento. Habían asistido a la primera
proyección pública y comercial de la
historia, dando comienzo a lo que
conocemos como CINE.
Han pasado 115 años desde entonces,
y parece que fue ayer.
Pero ¿Quiénes fueron aquellos
Señores Lumière? Fueron dos
hermanos, Auguste (1862-1954) y Louis
(1864-1948), nacidos en Besançon,
aunque crecidos en Lyon, Francia, hijos
un fotógrafo de profesión llamado
Antoine, con el que trabajaron desde
pequeños, Louis como ayudante
técnico y Auguste como administrativo.
Esto les llevo a interesarse por
conseguir captar y proyectar imágenes
en movimiento, comenzando a ingeniar
diferentes maneras de hacerlo,
basándose en la gran cantidad de
señores que habían avanzado en ese
camino.
El 13 de febrero de 1894 patentaron un
cacharro llamado
“Cinematógrafo” (Cinématographe),
que servía al mismo tiempo como
cámara y como proyector. Era una
cajita chiquitita, de unos 20
centímetros por 12 de profundidad.
Funcionaba con una película
fotográfica de 35 milímetros, como su
rival, el Quinetoscopio de Edison,
aunque contaba con algunas ventajas:
corría a 16 fotogramas por segundo,
frente a los 48 del invento yanqui, por
lo que gastaba menos en cinta y
pesaba menos kilos.
Tardaron algo más de un año en
conseguir proyectar algo, hasta que el
28 de marzo de 1895, la primera
proyección fue mostrada en la Société
d'Encouragement à l'Industrie
Nacional. Se trata de la película
conocida como “La sortie des ouvriers
des usines Lumière à Lyon
Monplaisir” (Salida de los obreros de la
fábrica Lumière en Lyon Monplaisir»),
rodada tres días antes. Esto no se
considera el punto de partida del cine
porque no fue una exhibición
comercial, para la que tuvieron que
esperar varios meses, por lo difícil que
les resultaba vender el producto, hasta
que llego aquel mágico 28 de
diciembre de 1895.
Aquel día se proyectaron diez rollos de
17 metros cada uno, al precio de un
franco por persona. Eran películas
breves e ingenuas, que mostraban
escenas cotidianas que, sin embargo,
dejaban perplejos a los espectadores.
Entre ellas estaba la anteriormente
citada “Salida de los obreros de la
fabrica”, pero el mayor éxito y lo que
dejo definitivamente a los espectadores
pegados a sus butacas fue “L' arrivée
d'un train à La Ciotat” (La llegada de
un tren a la ciudad). Su proyección
provocaba pánico en la sala, ya que los
espectadores, con una mentalidad pre-
cinematográfica, creían que la
locomotora se les venía encima.
En este escaso grupo de películas
también se destaca “L' arroseur
arrosé” (El regador regado), primera
película de ficción, en la que un
hombre le juega una broma a un
jardinero que terminaba empapado. La
sala estallaba en carcajadas con la
primera película de humor de la
historia. También destaca otra cinta
conocida como “Le goûter de
bébé” (La comida del bebe), y otras
como "Charcuterie mécanique" o "Le
faux cul-de-jatte".
Fue un éxito impensable y sumamente
rentable: a las dos semanas ya
ingresaban 2.500 francos diarios. Pese
a ello, la acomodada posición
económica de los Lumière les impedía
concebir al cine como un negocio.
Pensaban que “el cine era una
invención sin futuro”. Claro que
tampoco fueron tontos y se
beneficiaron mientras pudieron de su
invento: enviaban un cinematógrafo y
un operador allá donde era requerido,
como, por ejemplo, a la coronación del
zar Nicolás II de Rusia (que necesito
ocho bobinas) o para prestar su
cámara en la primera película rodada
en España: “Salida de misa de doce de
la Iglesia del Pilar de Zaragoza”, en
1896, de Eduardo Jimeno.
En 1897, apareció el primer gran
catálogo de los Lumière, con 358 cintas
diferentes de hasta 17 metros,
ordenadas bajo los siguientes títulos:
Vues générales, Vues comiques, France,
Algérie, Tunisie, Allemagne, Angleterre,
Espagne, Autriche-Hongrie, Russie,
Amérique du Nord. Ya los títulos dan
cuenta de la mezcolanza y amplitud de
los temas.
Hasta 1898, aparecieron otros seis
catálogos con un total de mil películas,
una producción verdaderamente
asombrosa para antes del nacimiento
de la industria del film. En estas listas
se encuentran las primeras películas
históricas, un "Fausto" en dos partes,
"La vida y pasión de Jesucristo" y
películas sobre Nerón y Napoleón. El
"Catalogue général" de 1901 cita 1299
títulos.
Cuando, antes de fin de siglo, tuvieron
que escoger entre la labor de
inventores y las posibilidades de una
pura actividad fabril, eligieron de forma
terminante. Al exigir sus productos
manufacturados nuevos modos de
producción y la extensión a otros
terrenos, sólo colaboraron durante
algún tiempo, para volver
presurosamente al laboratorio.