19/2/12

la naturaleza de la cultura

LA RELACION HOMBRE-
NATURALEZA COMO ENTORNO
CONSTRUIDO.
La inserción de la naturaleza en la
cultura.
Seguramente uno de los problemas
más interesantes para los seres
humanos es el de su propia definición.
Es bastante común que nos
entendamos a nosotros mismos a
partir de la contraposición con las
cosas que ocurren a nuestro
alrededor; según nos dice la psicología
evolutiva, uno de los mayores logros
del bebé, a los pocos meses de haber
nacido, es darse cuenta de que la
realidad no es una prolongación
natural de su propia mano, sino que es
“algo distinto”, “totalmente diferente”.
Esa experiencia, por la que todos
hemos tenido que pasar, configura
uno de los principales mecanismos de
clasificación de la realidad para el ser
humano: lo “mío”, que está dentro de
mí (de alguna manera), y lo “no mío”,
que es externo a mí, y con lo que
interactúo. En esta relación bipolar
elemental parece excluirse una cosa
que no es “mía” pero que se comporta
“como yo”: el resto de los seres
humanos. Aunque pueda parecer muy
elemental, tal mecanismo de inclusión-
exclusión funciona no sólo en tanto
que individuos, sino en cuanto especie,
con el resultado de que, con mayor o
menor grado de comunión con la
naturaleza, el ser humano en todas las
culturas se ve como una singularidad
en la realidad, y una singularidad que
se integra de algún modo en el todo
de su cosmovisión. Precisamente ese
“de algún modo” es lo que configura la
relación simbólica hombre-naturaleza.
En efecto, el ser humano, que de
manera constante se pregunta por sí y
por la relación con las demás cosas,
articula la realidad en torno a lo que se
viene llamando “cul-cohetura”. Bajo
este término se conjuntan modos de
vida, costumbres, arte, tecnología,
relaciones políticas y demás de los
diversos grupos humanos y en
diversos momentos de la historia.
Ahora bien, en muchas ocasiones, al
entenderse que la cultura tiene que ver
con el “espíritu” –y, por lo tanto, con el
ámbito en que cada quién adquiere
conciencia de sí y le da sentido a la
realidad–, parece dejarse de lado a la
naturaleza, determinándola nada más
como ese sustrato material en que se
desarrolla. Es más, la reflexión sobre la
cultura de buena parte del siglo XX –
eurocéntrica en sus raíces– se cebó en
la idea de que sólo las culturas más
primitivas conceden a la naturaleza un
valor preponderante en el discurso
antropológico, mientras que las más
desarrolladas o evolucionadas la ven
tan sólo como un sustrato. De este
modo, a medida que una cultura va
madurando y se va haciendo más
compleja, parece querer abandonar
paulatinamente su dependencia de la
naturaleza, esto es, del orden de lo
“físico”.
Así, de manera general podemos
afirmar que el ser humano se sabe
unido a la naturaleza, mas al mismo
tiempo poseedor de algún rasgo
cualitativo que lo distingue de ella; esa
relación paradójica se expresa en la
cultura de múltiples maneras, como
pueden ser las manifestaciones
artísticas (naturaleza como expresión
de los estados de ánimo), religiosas (la
vuelta a la simplicidad natural taoísta o
el acceso a lo divino a través de la
unión mística con la naturaleza) o
científicas (todos los procesos de
explicación del universo a partir de
conjuntos de leyes). Sin comprender
esa tensión cultural, es imposible
plantear escenarios sostenibles
realistas, pues la voluntad de sobrevivir
de nuestra especie, en este momento
histórico, no parece ser suficiente si va
ligada tan sólo al desarrollo científico-
tecnológico. Para que el sistema
tecnocientífico sea realmente una
herramienta de desarrollo humano,
debe insertarse en el universo
simbólico de las diversas culturas (en la
medida en que éstas lo demanden), y
hacerlo de forma propositiva e
integradora de lo humano en el orden
natural.
José Antonio Hernanz
http://www.uv.mx/
cienciahombre