2/3/12

¿Venimos del Latin? 1

Las lenguas cambian . Antes se
decía que degeneraban, y ahora
que evolucionan. Yo no estoy
totalmente de acuerdo con
ninguno de los dos conceptos,
pero creo que la realidad se
aproxima más a lo segundo: las
lenguas cambian porque
cambian las necesidades de los
hablantes, y estas necesidades
provocan los cambios. Por
ejemplo, un cambio universal
que se da en todas las lenguas
es que se van acortando con el
tiempo. Verbigracia, el inglés es
más antiguo que el castellano, y
esto se ve en que sus palabras
son, de media, más cortas. Al
mismo tiempo, sabemos que el
chino es anterior al inglés, por la
misma razón. Y para explicar
esto tenemos que echar mano
de la teoría de la información y
otros avances en el campo de la
lingüística.
Las lenguas se rigen,
generalmente, por el principio
de economía. Esto tiene que ver,
como casi todo, con la
conservación de la energía: la
energía disponible para el
cuerpo es limitada y difícil de
conseguir, y por lo tanto es
lógico que los organismos
tiendan a ser rácanos en cuanto
a su uso. Podemos ver ejemplos
claros en dos lenguas que todos
conoceréis: el castellano y el
inglés. En el castellano, por
ejemplo, el sujeto de la oración
casi nunca se dice, a no ser que
queramos destacarlo por algún
motivo. No decimos: «Deme
usted un paquete de tabaco», ni
«Yo voy a comprarme un coche
nuevo», a menos que exista
confusión sobre quién debe
darme el tabaco o quién va a
comprarse un coche. En nuestro
idioma, los verbos ya tienen
incluido el morfema de persona ,
y por lo tanto volver a decirlo
con un pronombre sería
totalmente redundante y un
derroche de energía. Sin
embargo, en inglés es
obligatorio… ¿por qué? Pues
porque los verbos, en inglés
(excepto en la tercera persona
del singular), no incluyen el
morfema de persona en su
conjugación, y por lo tanto si
dijéramos «Will buy a new car»
nos sería imposible saber quién
va a adquirir el nuevo auto.
No obstante, hay veces en que
descubrimos que los idiomas sí
son redundantes, y a veces
hasta límites desquiciados. Por
ejemplo, en la oración «Da le a
tu hermana un vaso de agua»
tenemos dos expresiones que
quieren decir lo mismo: «le» y «a
tu hermana». Estos casos se
suelen explicar por la presencia
de ruido en la comunicación. El
ruido es cualquier elemento que
distorsione el mensaje haciendo
peligrar su objetivo informativo,
y no tiene por qué ser un
fenómeno acústico: puede ser,
por ejemplo, la falta de atención
del oyente, la pronunciación
defectuosa del hablante o un
interlocutor que no domine
totalmente nuestro idioma. Por
definición el ruido es
incontrolable, y es por ello que
todas las lenguas naturales
poseen elementos que repiten
informaciones. A este fenómeno
se le llama redundancia . Los
sistemas de comunicación
artificiales, en general, suelen
prescindir de la redundancia
para hacerse más económicos
(sirva de ejemplo la notación de
las matemáticas). Sin embargo,
cuando la información es tan
importante que puede poner en
riesgo o a salvo una vida, los
lenguajes artificiales también
usan de ella: el color rojo del
semáforo sería suficiente para
que entendiéramos que
debemos detener nuestro
coche. Pero hay ciertas personas
que sufren de un ruido especial:
la enfermedad del daltonismo,
que puede hacerles confundir el
color rojo con el verde. Por eso
en los semáforos se utiliza la
redundancia: la luz roja significa
«parar»; la luz en la posición de
arriba significa «parar». Por eso
los semáforos tienen tres
bombillas, y no una bombilla
que cambie de color. El mensaje
es redundante a cosa hecha
para asegurar que el ruido no
afecte al éxito de la
comunicación.
Así que las lenguas se van
acortando. En general, los
hablantes suelen elegir términos
más cortos para decir lo mismo,
aunque hay excepciones.
Algunas personas, para que sus
mensajes suenen más
grandilocuentes y así parecer
más cultos y arañar algo de
prestigio social, eligen decir
términos más largos para
distinguirse del vulgo parlante. A
veces alargan de manera ilógica
las palabras con morfemas
vacíos de contenido
(«influenciar» por «influir»); a
veces utilizan términos
incorrectos, y lo gracioso es que
lo hacen para parecer más
cultos («deflagración» por
«explosión», «escuchar» por
«oír»); a veces introducen
barbarismos («orfelinato» por
«orfanato»). Sí, en gran medida
estos defectos los exhiben
algunos periodistas, esos que
en teoría son profesionales de la
palabra. Pero, aparte estos y
otros hipercultismos, el caso es
que la gente normal, que es la
que crea la lengua en mayor
medida, suele elegir palabras
cortas antes que las largas (y
acortar las existentes, y sirvan
los ejemplos «boli», «profe»,
«insti» y otros ya totalmente
asentados, como «cine» de
«cinematógrafo», «metro» de
«metropolitano» y «moto» de
«motocicleta»).
Y los acortamientos no son sólo
mutilaciones de parte de la
palabra, sino que abundan los
acortamientos fonéticos. En
andaluz, por ejemplo, no suele
decirse la -s final de los plurales.
¿Pero siguen distinguiendo los
plurales de los singulares? Por
supuesto, abriendo más la vocal
final en el plural (esto se nota
mucho, por ejemplo, en el
andaluz de Almería). Otra
pérdida frecuente es el de la -d-
intervocálica, especialmente en
los participios ( echao, cansao ,
leío ). En este caso la -d- no
necesita ser sustituida por otro
procedimiento, puesto que era
un elemento redundante y
aunque no la pronunciemos, no
hay posibilidad de confundir el
participio con otra unidad, como
sí la había de confundir el
singular con el plural en el caso
de la pérdida de la -s.
En el caso que nos ocupa, el del
latín, el primer cambio que inició
la larga caminata hacia nuestro
idioma fue la pérdida de la -M
final en los acusativos. El
castellano «rosa» viene del
acusativo latino ROSAM; el
castellano «puerto» viene del
acusativo latino PORTVM. Dicen
los entendidos que esa -M ya no
se pronunciaba en el período
clásico más que por gente
afectada, pero los hablantes
cultos la seguían escribiendo,
igual que los andaluces cultos
siguen escribiendo la -s de los
plurales, aunque no la
pronuncien.
A menudo, a la pérdida de la -M
final le seguía la pérdida de la
vocal anterior, siempre que la
consonante precedente pudiese
ir al final de la palabra en el
sistema lingüístico
correspondiente. Por ejemplo,
en el latín CAESPITEM primero
cayó la -M y luego la -T- se
convirtió en -D- (lo que trataré
en un artículo posterior); como
el castellano admite la -d al final
de palabra, la -E acabó cayendo
y dando el español «césped».
Sin embargo, en nuestro idioma
la *-ch no puede ser final de
palabra, y por eso «noche» (de
NOCTE) se ha quedado así y no
*noch, aunque esto pasó en
algunos dialectos peninsulares,
como el mozárabe.
También era frecuente la
pérdida de la vocal que
sucediese a la que llevaba el
acento, sobre todo en palabras
largas. Es lo que sucedió con
SPATVLA, con acento en la
primera A. La V (en este caso no
es consonante, sino la vocal
«u») átona acabó cayendo y
dando spadla. Como nuestro
sistema consonántico aborrece
el grupo -dl-, estas consonantes
cambiaron sus lugares en un
proceso llamado metátesis y
dieron el castellano «espalda».
(Dos cuestiones sobre nuestra
espalda: 1. Si decimos que las
lenguas se acortan, ¿por qué
hemos añadido una e- al
principio? Pues porque en el
sistema fonológico del
castellano no existe el grupo sp-
al inicio de palabra (al contrario
que en inglés: spider ), y
entonces la lengua añade un
sonido. Es lo que se llama
técnicamente prótesis. Sucede
en multitud de términos como
«espada» (del latín SPATHA, que
a su vez viene del griego) o
«espina» (de SPINA). 2. Hay otra
palabra castellana que viene de
SPATVLA: sí, es «espátula». En
este caso el único cambio ha
sido la prótesis de la e-. En
casos como estos, en que
tenemos un término que ha
evolucionado fonéticamente del
latín y otro que hemos
adoptado prácticamente sin
cambios en época más reciente,
hablamos de dobletes
lingüísticos . Otros ejemplos son
«cátedra» y «cadera» (de
CATHEDRA), «minuto» y
«menudo» (de MINVTVM),
«auscultar» y
«escuchar» (AVSCVLTARE), etc.)
La pérdida de la primera vocal
de una palabra, si iba seguida
de consonante, era un hecho
rarísimo, aunque está
documentado en vocablos como
«bodega» (de APOTHECA,
término latino prestado del
griego) y un pequeño puñado
más.


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