Popular relato corto escrito por Frank
R. Stockton en 1882.
Se dice que en la remota antigüedad
vivió un rey semi-bárbaro que
administraba justicia de un modo a la
vez espectacular y caprichoso. Para
castigar los delitos especialmente
graves había imaginado una singular
ordalía. El acusado era conducido
cierto día señalado a la arena de un
circo en cuyas gradas se encontraba
reunido todo el pueblo. Ante él había
dos puertas. Tras una de ellas
aguardaba un tigre hambriento, el
más fiero que se había podido
conseguir para la ocasión; tras la otra
estaba una hermosa doncella,
atractiva y virginal. Sólo el rey
conocía al inquilino que aguardaba
en cada puerta. El reo debía elegir
forzosa e inmediatamente una u otra
de ellas: en ambos casos, su suerte
estaba echada. Si aparecía la fiera,
moría destrozado en pocos segundos;
si salía la dama, debía desposarla sin
dilación y con la mayor pompa,
apadrinado por el propio monarca,
derogándose cualquier matrimonio o
compromiso que pudiera antes haber
contraído.
En cierta ocasión, un criminal estaba
acusado de un delito especialmente
grave. Siendo un simple plebeyo, se
había atrevido a cortejar en secreto a
la hija única del rey y ésta había
correspondido apasionada y
clandestinamente a su amor. Para su
juicio en la arena fatídica, el bárbaro
rey se esmeró especialmente en la
búsqueda del más voraz de los tigres
pero también seleccionó a la más
deliciosa de las doncellas como
alternativa. Convulsa, la princesa
amante se vio lacerada por una doble
angustia: a un lado, ver el cuerpo tan
querido y acariciado despedazado a
zarpazos; en el otro, contemplar a su
enamorado unido conyugalmente con
una señorita preciosa, a cuyos
encantos ella sabía bien que el joven
culpable no era precisamente
indiferente. Con ardides de mujer y
arrogancias de princesa, logró
enterarse de cuál era la puerta que
en la arena correspondía a cada uno
de ambos indeseados destinos. El
muchacho apareció sobrecogido en el
circo, abrumado por la expectación de
la multitud. También él conocía el
íntimo dilema de su amada y desde
el ruedo le lanzó una mirada de
súplica: «¡Sólo tú puedes salvarme!»
Con gesto discreto pero inequívoco, la
princesa señaló la puerta de la
derecha. Y por ella optó sin vacilar el
condenado.
El relato de Stockton concluye de la
siguiente manera:
«El problema de la decisión de la
princesa no puede considerarse con
ligereza, y yo no pretenderé ser la
única persona capaz de resolverlo.
Por lo tanto, dejo que respondan
todos ustedes: ¿quién salió por la
puerta abierta... la dama o el tigre?»