Al tercer día de lluvia habían matado
tantos cangrejos dentro de la casa,
que Pelayo tuvo que atravesar su
patio anegado para tirarlos al mar,
pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se
pensaba que era causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste
desde el martes. El cielo y el mar
eran una misma cosa de ceniza, y las
arenas de la playa, que en marzo
fulguraban como polvo de lumbre, se
habían convertido en un caldo de
lodo y mariscos podridos. La luz era
tan mansa al mediodía, que cuando
Pelayo regresaba a la casa después
de haber tirado los cangrejos, le costó
trabajo ver qué era lo que se movía y
se quejaba en el fondo del patio.
Tuvo que acercarse mucho para
descubrir que era un hombre viejo,
que estaba tumbado boca abajo en el
lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque
se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla,
Pelayo corrió en busca de Elisenda, su
mujer, que estaba poniéndole
compresas al niño enfermo, y la llevó
hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un
callado estupor. Estaba vestido como
un trapero. Le quedaban apenas
unas hilachas descoloridas en el
cráneo pelado y muy pocos dientes
en la boca, y su lastimosa condición
de bisabuelo ensopado lo había
desprovisto de toda grandeza. Sus
alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban
encalladas para siempre en el
lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda
se sobrepusieron muy pronto del
asombro y acabaron por encontrarlo
familiar. Entonces se atrevieron a
hablarle, y él les contestó en un
dialecto incomprensible pero con una
buena voz de navegante. Fue así
como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que
era un náufrago solitario de alguna
nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para
que lo viera a una vecina que sabía
todas las cosas de la vida y la
muerte, y a ella le bastó con una
mirada para sacarlos del error.
- Es un ángel –les dijo-. Seguro que
venía por el niño, pero el pobre está
tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía
que en casa de Pelayo tenían cautivo
un ángel de carne y hueso. Contra el
criterio de la vecina sabia, para quien
los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una
conspiración celestial, no habían
tenido corazón para matarlo a palos.
Pelayo estuvo vigilándolo toda la
tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de
acostarse lo sacó a rastras del lodazal
y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alumbrado. A media noche,
cuando terminó la lluvia, Pelayo y
Elisenda seguían matando cangrejos.
Poco después el niño despertó sin
fiebre y con deseos de comer.
Entonces se sintieron magnánimos y
decidieron poner al ángel en una
balsa con agua dulce y provisiones
para tres días, y abandonarlo a su
suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras
luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor
devoción y echándole cosas de comer
por los huecos de las alambradas,
como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las
siete alarmado por la desproporción
de la noticia. A esa hora ya habían
acudido curiosos menos frívolos que
los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el
porvenir del cautivo. Los más simples
pensaban que sería nombrado
alcalde del mundo. Otros, de espíritu
más áspero, suponían que sería
ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las
guerras. Algunos visionarios
esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la
tierra una estirpe de hombres alados
y sabios que se hicieran cargo del
Universo. Pero el padre Gonzaga,
antes de ser cura, había sido leñador
macizo. Asomado a las alambradas
repasó un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la
puerta para examinar de cerca de
aquel varón de lástima que más
parecía una enorme gallina decrépita
entre las gallinas absortas. Estaba
echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de
desayunos que le habían tirado los
madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y
murmuró algo en su dialecto cuando
el padre Gonzaga entró en el
gallinero y le dio los buenos días en
latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar
que no entendía la lengua de Dios ni
sabía saludar a sus ministros. Luego
observó que visto de cerca resultaba
demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el
revés de las alas sembrado de algas
parasitarias y las plumas mayores
maltratadas por vientos terrestres, y
nada de su naturaleza miserable
estaba de acuerdo con la egregia
dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve
sermón previno a los curiosos contra
los riesgos de la ingenuidad. Les
recordó que el demonio tenía la mala
costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los
incautos. Argumentó que si las alas
no eran el elemento esencial para
determinar las diferencias entre un
gavilán y un aeroplano, mucho menos
podían serlo para reconocer a los
ángeles. Sin embargo, prometió
escribir una carta a su obispo, para
que éste escribiera otra al Sumo
Pontífice, de modo que el veredicto
final viniera de los tribunales más
altos.
Su prudencia cayó en corazones
estériles. La noticia del ángel cautivo
se divulgó con tanta rapidez, que al
cabo de pocas horas había en el patio
un alboroto de mercado, y tuvieron
que llevar la tropa con bayonetas
para espantar el tumulto que ya
estaba a punto de tumbar la casa.
Elisenda, con el espinazo torcido de
tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el
patio y cobrar cinco centavos por la
entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la
Martinica. Vino una feria ambulante
con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de
la muchedumbre, pero nadie le hizo
caso porque sus alas no eran de
ángel sino de murciélago sideral.
Vinieron en busca de salud los
enfermos más desdichados del
Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de
su corazón y ya no le alcanzaban los
números, un jamaicano que no podía
dormir porque lo atormentaba el
ruido de las estrellas, un sonámbulo
que se levantaba de noche a
deshacer dormido las cosas que
había hecho despierto, y muchos
otros de menor gravedad. En medio
de aquel desorden de naufragio que
hacía temblar la tierra, Pelayo y
Elisenda estaban felices de cansancio,
porque en menos de una semana
atiborraron de plata los dormitorios, y
todavía la fila de peregrinos que
esperaban su turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del
horizonte.
El ángel era el único que no
participaba de su propio
acontecimiento. El tiempo se le iba
buscando acomodo en su nido
prestado, aturdido por el calor de
infierno de las lámparas de aceite y
las velas de sacrificio que le
arrimaban a las alambradas. Al
principio trataron de que comiera
cristales de alcanfor, que, de acuerdo
con la sabiduría de la vecina sabia,
era el alimento específico de los
ángeles. Pero él los despreciaba,
como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los
penitentes, y nunca se supo si fue
por ángel o por viejo que terminó
comiendo nada más que papillas de
berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia.
Sobre todo en los primeros tiempos,
cuando le picoteaban las gallinas en
busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los
baldados le arrancaban plumas para
tocarse con ellas sus defectos, y
hasta los más piadosos le tiraban
piedras tratando de que se levantara
para verlo de cuerpo entero. La única
vez que consiguieron alterarlo fue
cuando le abrasaron el costado con
un hierro de marcar novillos, porque
llevaba tantas horas de estar inmóvil
que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en
lengua hermética y con los ojos en
lágrimas, y dio un par de aletazos
que provocaron un remolino de
estiércol de gallinero y polvo lunar, y
un ventarrón de pánico que no
parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no
había sido de rabia sino de dolor,
desde entonces se cuidaron de no
molestarlo, porque la mayoría
entendió que su pasividad no era la
de un héroe en uso de buen retiro
sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la
frivolidad de la muchedumbre con
fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio
terminante sobre la naturaleza del
cautivo.