Se trataba de un muchacho corriente:
en los pantalones se le formaban
rodilleras, leía historietas, hacía ruido
cuando comía, se metía los dedos en
la nariz, roncaba en la siesta, se
llamaba Armando. Corriente en todo,
menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la
mirada, se enamoraba de las actrices,
mentía cautelosamente, se
emocionaba en los atardeceres. Al
muchacho le preocupaba mucho su
Otro Yo y le hacía sentirse incómodo
ante sus amigos. Por otra parte, el
Otro Yo era melancólico y, debido a
ello, Armando no podía ser tan vulgar
como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del
trabajo, se quitó los zapatos, movió
lentamente los dedos de los pies y
encendió la radio. En la radio estaba
Mozart, pero el muchacho se durmió.
Cuando despertó, el Otro Yo lloraba
con desconsuelo. En el primer
momento, el muchacho no supo qué
hacer, pero después se rehizo e
insultó concienzudamente al Otro Yo.
Éste no dijo nada, pero a la mañana
siguiente se había suicidado. Al
principio la muerte del Otro Yo fue
un rudo golpe para el pobre
Armando, pero en seguida pensó que
ahora sí podría ser íntegramente
vulgar. Ese pensamiento lo
reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto,
cuando salió a la calle con el
propósito de lucir su nueva y
completa vulgaridad. Desde lejos vio
que se acercaban sus amigos. Eso le
llenó de felicidad e inmediatamente
estalló en risotadas. Sin embargo,
cuando pasaron junto a él, ellos no
notaron su presencia. Para peor de
males, el muchacho alcanzó a
escuchar que comentaban: “Pobre
Armando. Y pensar que parecía tan
fuerte, tan saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio
que dejar de reír y, al mismo tiempo,
sintió a la altura del esternón un
ahogo que se parecía bastante a la
nostalgia. Pero no pudo sentir
auténtica melancolía, porque toda la
melancolía se la había llevado el Otro
Yo.
La foto es de Robert Doisneau.