Pero el correo de Roma había
perdido la noción de la urgencia. El
tiempo se les iba en averiguar si el
convicto tenía ombligo, si su dialecto
tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la
punta de un alfiler, o si no sería
simplemente un noruego con alas.
Aquellas cartas de parsimonia
habrían ido y venido hasta el fin de
los siglos, si un acontecimiento
providencial no hubiera puesto
término a las tribulaciones del
párroco.
Sucedió que por esos días, entre
muchas otras atracciones de las ferias
errantes del Caribe, llevaron al
pueblo el espectáculo triste de la
mujer que se había convertido en
araña por desobedecer a sus padres.
La entrada para verla no sólo costaba
menos que la entrada para ver al
ángel, sino que permitían hacerle
toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al
derecho y al revés, de modo que
nadie pusiera en duda la verdad del
horror. Era una tarántula espantosa
del tamaño de un carnero y con la
cabeza de una doncella triste. Pero lo
más desgarrador no era su figura de
disparate, sino la sincera aflicción
con que contaba los pormenores de
su desgracia: siendo casi una niña se
había escapado de la casa de sus
padres para ir a un baile, y cuando
regresaba por el bosque después de
haber bailado toda la noche sin
permiso, un trueno pavoroso abrió el
cielo en dos mitades, y por aquella
grieta salió el relámpago de azufre
que la convirtió en araña. Su único
alimento eran las bolitas de carne
molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca.
Semejante espectáculo, cargado de
tanta verdad humana y de tan
temible escarmiento, tenía que
derrotar sin proponérselo al de un
ángel despectivo que apenas si se
dignaba mirar a los mortales. Además
los escasos milagros que se le
atribuían al ángel revelaban un cierto
desorden mental, como el del ciego
que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del
paralítico que no pudo andar pero
estuvo a punto de ganarse la lotería,
y el del leproso a quien le nacieron
girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien
parecían entretenimientos de burla,
habían quebrantado ya la reputación
del ángel cuando la mujer convertida
en araña terminó de aniquilarla. Fue
así como el padre Gonzaga se curó
para siempre del insomnio, y el patio
de Pelayo volvió a quedar tan
solitario como en los tiempos en que
llovió tres días y los cangrejos
caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron
nada que lamentar. Con el dinero
recaudado construyeron una mansión
de dos plantas, con balcones y
jardines, y con sardineles muy altos
para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras
de hierro en las ventanas para que
no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y
renunció para siempre a su mal
empleo de alguacil, y Elisenda se
compró unas zapatillas satinadas de
tacones altos y muchos vestidos de
seda tornasol, de los que usaban las
señoras más codiciadas en los
domingos de aquellos tiempos. El
gallinero fue lo único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con
creolina y quemaron las lágrimas de
mirra en su interior, no fue por
hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar
que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja
la casa nueva. Al principio, cuando el
niño aprendió a caminar, se cuidaron
de que no estuviera cerca del
gallinero. Pero luego se fueron
olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes
de que el niño mudara los dientes se
había metido a jugar dentro del
gallinero, cuyas alambradas podridas
se caían a pedazos. El ángel no fue
menos displicente con él que con el
resto de los mortales, pero soportaba
las infamias más ingeniosas con una
mansedumbre de perro sin ilusiones.
Ambos contrajeron la varicela al
mismo tiempo. El médico que atendió
al niño no resistió la tentación de
auscultar al ángel, y encontró tantos
soplos en el corazón y tantos ruidos
en los riñones, que no le pareció
posible que estuviera vivo. Lo que
más le asombró, sin embargo, fue la
lógica de sus alas. Resultaban tan
naturales en aquel organismo
completamente humano, que no
podía entender por qué no las tenían
también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela,
hacía mucho tiempo que el sol y la
lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba
arrastrándose por acá y por allá como
un moribundo sin dueño. Lo sacaban
a escobazos de un dormitorio y un
momento después lo encontraban en
la cocina. Parecía estar en tantos
lugares al mismo tiempo, que
llegaron a pensar que se desdoblaba,
que se repetía a sí mismo por toda la
casa, y la exasperada Elisenda gritaba
fuera de quicio que era una desgracia
vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus
ojos de anticuario se le habían vuelto
tan turbios que andaba tropezando
con los horcones, y ya no le
quedaban sino las cánulas peladas
de las últimas plumas. Pelayo le echó
encima una manta y le hizo la
caridad de dejarlo dormir en el
cobertizo, y sólo entonces advirtieron
que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de
noruego viejo. Fue esa una de las
pocas veces en que se alarmaron,
porque pensaban que se iba a morir,
y ni siquiera la vecina sabia había
podido decirles qué se hacía con los
ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su
peor invierno, sino que pareció mejor
con los primeros soles. Se quedó
inmóvil muchos días en el rincón más
apartado del patio, donde nadie lo
viera, y a principios de diciembre
empezaron a nacerle en las alas unas
plumas grandes y duras, plumas de
pajarraco viejo, que más bien
parecían un nuevo percance de la
decrepitud. Pero él debía conocer la
razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los
notara, y de que nadie oyera las
canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando
rebanadas de cebolla para el
almuerzo, cuando un viento que
parecía de alta mar se metió en la
cocina. Entonces se asomó por la
ventana, y sorprendió al ángel en las
primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un
surco de arado en las hortalizas y
estuvo a punto de desbaratar el
cobertizo con aquellos aletazos
indignos que resbalaban en la luz y
no encontraban asidero en el aire.
Pero logró ganar altura. Elisenda
exhaló un suspiro de descanso, por
ella y por él, cuando lo vio pasar por
encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con
un azaroso aleteo de buitre senil.
Siguió viéndolo hasta cuando acabó
de cortar la cebolla, y siguió viéndolo
hasta cuando ya no era posible que lo
pudiera ver, porque entonces ya no
era un estorbo en su vida, sino un
punto imaginario en el horizonte del
mar.