Al cabo de tres jornadas, andando
hacia el sur, el hombre se encuentra
en Anastasia, ciudad bañada por
canales concéntricos y en cuyo cielo
planean cometas. Debería ahora
enumerar las mercancías que se
compran a buen precio: ágata ónice
crisopacio y otras variedades de
calcedonia; alabar la carne del faisán
dorado que se asa sobre la llama de
leña de cerezo estacionada, y
espolvoreada con mucho orégano;
hablar de las mujeres que he visto
bañarse en el estanque de un jardín
y que a veces –así cuentan – invitan
al viajero a desvestirse con ellas y a
perseguirlas en el agua. Pero con
estas noticias no te diré la verdadera
esencia de la ciudad: porque
mientras la descripción de Anastasia
no hace sino despertar los deseos,
uno tras otro, para obligarte a
ahogarlos, a quien se encuentra una
mañana en medio de Anastasia los
deseos se le despiertan todos juntos
y lo rodean. La ciudad se te aparece
como un todo en el que ningún
deseo se pierde y del que tú formas
parte, y como ella goza de todo lo
que tú no gozas, no te queda sino
habitar ese deseo y contentarte. Tal
poder, que a veces dicen maligno, a
veces benigno, tiene Anastasia,
ciudad engañosa: si durante ocho
horas al día trabajas tallando ágatas
ónices crisopacios, tu afán que da
forma al deseo toma del deseo su
forma y crees que gozas de toda
Anastasia cuando sólo eres su
esclavo.
Imagen: Playing Games, Daniel
Merriam