7/3/13

LA BATALLA DE KARÁNSEBES: Por un barril de aguardiente...

En marzo de 1788, durante la
guerra Ruso-Turca (1787-1792), el
ambicioso emperador José II, aliado
de los rusos partió de Viena hacia el
Banato, en la conflictiva frontera
entre el Islam y la Cristiandad. Su
iniciativa estaba destinada hacerle
un hueco en la historia, y se la hizo
pero no de la manera deseada sino
ante uno de los sucesos más
calamitosos y manifiestos de
incompetencia militar.
El objetivo inicial de los austriacos
era liberar el Sava, una vía fluvial
estratégica, tomando las plazas
fuertes turcas de Savak, Belgrado y
Vindin, y finalmente la importante
fortaliza de Nis, e incorporar toda
Serbia al imperio austriaco. Para
lograrlo reunió un ejército de de
245.000 hombres, 36.725 caballos y
898 cañones.
Aquellas fuerzas iban dirigidas por
los hombres más incompetentes que
hayan podido constituir el ejército
austriaco: Coburg, Fabius,
Wartersleben, Mitrovsy, Devins o
Liechtenstein. Más que generales
eran burócratas, despreocupados de
las más elementales necesidades
logísticas. “Los austriacos veían con
gran recelo la intervención de su
emperador en una campaña militar.
Eran de sobra conocidos sus puntos
de vista humanitarios y nadie
entendía de qué manera podría
contribuir a ganar una guerra. Pero
su querencia por la gloria que
acompañaba a la victoria hizo
imposible convercerlo de que
desistiese. Así las cosas, muchos
vaticinaron ya al comienzo de la
campaña que aquello acabaría mal,
y los acontecimientos les dieron la
razón”.
Tras una campaña llena de altibajos,
en la tarde del 19 de septiembre de
1788, vino a acontecer la llamada
Batalla de Karánsebes. El principal
Cuerpo de Ejército,
aproximadamente 100.000 hombres,
estableció su campamento cerca de
la pequeña ciudad de Karánsebes
(en Rumanía). “Aquí tenemos que
vencer”, exclamo alegremente el
emperador, “la Historia lo ha
previsto así. Aquí e donde el
príncipe Eugenio consiguió una
brillante victoria sobre los turcos y
éste es el mejor lugar para volver a
derrotarlos”. En efecto habría una
segunda batalla de Karánsebes. Pero
lo que iba a ocurrir allí es
probablemente uno de los hechos
más bochornosos de la historia
bélica. Tal incidente refleja el
extremo de decandencia moral al
que había llegado el ejército
austriaco.
En la vanguardia del ejército, un
contingente de húsares imperiales,
cruzó el puente sobre el Timisul en
Karánsebes en busca de turcos
hostiles. Allí no había señal de un
ejército otomano, pero los húsares
se encontraron con un grupo de
nómadas valacos (o gitanos),
quienes se ofrecieron a vender
aguardiente y muchachas a los
cansados soldados. Los soldados de
caballería después de un breve
regateo llegaron a un acuerdo y se
entregaron a los placeres que les
ofrecían.
Unas horas más tarde, las primeras
compañias de infantería cruzaban el
mismo puente con las gargantas
igual de secas. Cuando vieron la
fiesta, los soldados de infantería
pidieron alcohol también para ellos.
Los húsares se negaron a repartir el
aguardiente, y mientras que todavía
estaban bebidos, construyeron
fortificaciones improvisadas
alrededor de su barril de
aguardiente. Se originó una
discusión acalorada, y un soldado
disparó un tiro.
Inmediatamente los húsares y la
infantería entablaron un combate
unos contra otros. Los húsares
desenvainaron sus sables y la
infantería intentó una carga frontal
con mosquetes y bayonetas caladas.
Sonaron disparos y empezaron a
caer muertos. Las cargas eran
inútiles puesto que los húsares no
cedían, entonces para sobrepasar la
posición fortificada los infantes
intentaron una estratagema.
Gritaron: “¡Turken! ¡Turken!”, y la
mera idea de enfrentarse con una
de hueste de turcos aterrorizó de
tal manera a los húsares borrachos
que volvieron a cruzar el puente en
dirección opuesta al galope tendido.
Entre las unidades de infantería de
la vanguardia también comenzó a
cundir el pánico, asustados por sus
propios gritos. Los oficiales gritaban
desesperadamente a sus hombres
“Halt Stehen bleiben! Halt!
(¡Quédense donde están! ¡Alto!),
pero era completamente inútil, la
fuga ya era pura estampida sin
orden ni concierto, además la
mayoría de aquellos soldados eran
húngaros, lombardos o eslovacos y
a duras penas entendían una palabra
de alemán en aquél “totum
revolutum”. Se les había enseñado la
palabra Vorwärts (¡Adelante!) y poco
más. La situación empeoró cuando
los oficiales, en un intento de
restaurar el orden, gritaron “Halt!
Halt!” (¡Alto! ¡Alto!), que fue
interpretado mal por aquellos
bisoños soldados sin conocimiento
del idioma alemán como “¡Alá!
¡Alá!”.
Como la caballería corrió a través
de los campos, un comandante de
Cuerpo razonó que era una carga de
caballería del ejército otomano, y
ordenó que la artillería abriera
fuego. Mientras tanto, al otro lado
del río Timisul donde acampaba el
grueso del ejército, ante tanto ruido
y alboroto empezaron a huir los
caballos de tiro, más los gritos y los
fogonazos empezaron a excitar el
ánimo de aquellos hombres y la
angustia del gran miedo a morir.
Ningún jefe capacitado trató de
evaluar la situación y mantener y
persuadir aunque fuera a sus
hombres más inmediatos, todos sin
excepción se unieron a la huida.
¿Quién podría explicar en aquél
torrente políglota lo que había
ocurrido al otro lado del río?. Los
regimientos de retaguardia fueron
alertados, pero incomunicados,
empezaron a disparar a las sombras
que se aproximaban hacia ellos,
creyendo que eran hordas turcas
que estaban en todas partes;
mientras que en realidad estaban
disparando a sus compañeros que
huían del campamento.
El emperador José II, aún
convaleciente de una enfermedad,
aturdido, recibió un caballo para
ser evacuado. Pero apenas acababa
de montar fue derribado por la
turba enloquecida, su guardia
personal se abrió camino a sablazos
para asistir a su emperador; pero
eso no evitó que nuevo el
emperador fuera derribado y
acabara en el lecho del río Timisul.
Empapado y espantado ante la idea
de ser capturado por los turcos , se
arrastró hasta una casa de
Karánsebes donde finalmente fue
rescatado por su guardía. A tal
grado llegó aquella alocada fuga que
ni la vida del emperador estuvo
completamente a salvo. El pánico
alcanzó proporciones desmesuradas.
Todos corrían, imprecaban, rezaban,
disparaban o morían. Las casas
fueron saqueadas, las mujeres
violadas y los pueblos incendiados.
La senda del pánico quedó salpicada
de mosquetes, sillas de montar,
caballos muertos, tiendas de
campaña,… de todos los despojos
propios de un campo de batalla.
Sólo mucho tiempo después los
generales austriacos frenaron
aquella fuga enloquecida, pero para
entonces aquellas tropas estaban
destrozadas y aturdidas por la
conmoción.
Dos días después apareció ante
Karánsebes el gran visir con sus
tropas. No encontraron ningún
ejército austriaco. En cambio,
descubrieron ante ellos un
espectáculo difícilmente superable:
no menos de 10.000 austríacos
muertos o heridos, cuyas cabezas
fueron rápidamente cortadas.
Tras esta debacle el emperador
escribió al canciller Kaunitz: “Este
desastre sufrido por nuestro ejército
a causa de la cobardía de alguna de
nuestras unidades aún es
incalculable. El pánico reinaba por
doquier, en nuestro ejército, en el
pueblo de Karánsebes y en todo el
camino hasta Timisoara, a diez
leguas largas de allí. No puedo
describir con palabras los terribles
asesinatos y violaciones que se
produjeron”.