Enchomion moriae seu laus stultitiae
(Elogio de la locura) (1511)
Capítulo LIX
Si los Sumos Pontífices, que hacen las
veces de Cristo en la Tierra se
esforzaran en imitar su vida, su
pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y
desprecio del mundo; si pensasen en
que el nombre de «Papa» quiere decir
«Padre» y advirtieran el título de
«Santísimo», ¿quién habría tan
desdichado como ellos? ¿Quién
querría alcanzar este honor a tal precio
y
conservarlo por medio de la espada, el
veneno y todo género de violencias?
¡Cómo tendrían que privarse de sus
placeres si alguna vez se adueñase de
ellos la sabiduría...! ¿He dicho la
sabiduría? Sería suficiente un granito
de sal, según recuerda Cristo. ¡Tantas
riquezas honores, triunfos, poder,
cargos, indulgencias, tributos, caballos,
mulos, escoltas y comodidades!
Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo
y cuánta riqueza he resumido en pocas
palabras. Todo esto habrían de
trocarlo por vigilias, ayunos, lágrimas,
preces, sermones, estudios,
penitencias y otras mil pesadumbres.
Pero no hay que olvidar lo que sería
entonces de tantos escribanos,
copistas, notarios, abogados,
promotores, secretarios, muleros,
caballerizos, recaudadores,
proxenetas, y alguno más vergonzoso
agregaría, pero temo que resulte
ofensivo para el oído. En suma, tan
ingente muchedumbre onerosa, me he
equivocado, he querido decir honrosa,
para
[122] la Sede romana, se vería
reducida al hombre, y esto,
verdaderamente, sería cruel y
abominable; pero todavía sería más
aborrecible que los supremos
príncipes de la Iglesia y lumbreras del
mundo volvieran al cayado y al zurrón.
En nuestros días todo lo que significa
sacrificio se lo encomiendan a San
Pedro y San Pablo, a los que les sobra
tiempo para ello, pero si algo hay que
signifique esplendor y regalo, lo
guardan para sí. Y así, merced a
mi cuidado, no hay hombres que
lleven vida más voluptuosa y menos
sobresaltada, a fuer de convencidos de
que Cristo está satisfecho de su
sagrada y casi escénica, de esas
ceremonias, de los títulos de «Beatitud,
Reverencia y Santidad», y de cómo
actúan de obispos repartiendo
anatemas y
bendiciones.
Hacer milagros es antiguo, pasado de
moda e impropio de nuestro tiempo,
enseñar al pueblo es penoso,
interpretar las Sagradas Escrituras es
cosa de escolásticos; rezar es ocioso;
llorar es de pobres y de
mujeres, la pobreza es sórdida y el
obedecer es vergonzoso y poco digno
de quienes apenas conceden a los
reyes más poderosos el honor de
besar sus santos pies; morir es
espantoso y la crucifixión infamante.
Las únicas armas que les quedan hoy
son esas dulces bendiciones de que
habla San Pablo y que ellos prodigan
benignamente, y las interdicciones,
suspensiones, agravaciones, anatemas,
pinturas odiosas y ese terrible rayo
que con solo su fulgor precipita las
almas de los mortales más allá del
Tártaro. Los Santísimos Padres en
Cristo, vicarios
suyos en la Tierra, a nadie apremian
con más vigor que a quienes, tentados
por Satanás, osan aminorar y
menoscabar el patrimonio de San
Pedro, pues aunque este Apóstol dijo
en el Evangelio: «Todo lo hemos
dejado para seguirte», se reúnen bajo
el nombre de Patrimonio de San Pedro
tierras, ciudades, tributos y señoríos.
Encendidos de amor a Cristo,
combaten con el fuego y con el hierro,
no sin derramar sangre cristiana a
mares, entendiendo que así defienden
apostólicamente a la Iglesia, esposa
de Cristo, cuando han exterminado sin
piedad a los que llaman sus enemigos.
¡Cómo si hubiese peores enemigos de
la Iglesia que esos pontífices impíos
que con su silencio coadyuvan a abolir
a Cristo, en tanto que alcahuetean con
su ley, la adulteran con caprichosas
interpretaciones y le crucifican con su
conducta infame! pero aduciendo que
la Iglesia cristiana fue fundada con
sangre, cimentada con sangre y con
sangre engrandecida, resuélvenlo todo
a punta de espada, como si no
estuviera Cristo para proteger a los
suyos, según es, propio de Él, Aunque
la guerra es tan cruel, que más
conviene a las fieras que a los
hombres; tan insensata, que los poetas
la representan como inspirada por las
Furias; tan funesta, que trae consigo la
ruina de las públicas costumbres; tan
injusta, que los criminales más
depravados son los que mejor la
practican, y tan impía, que no guarda
el menor nexo
con Cristo, los Papas lo olvidan para
practicarla. Por eso vemos a ancianos
decrépitos que demuestran un ardor
juvenil y no les arredran los gastos, no
les rinde la fatiga, ni nada les detiene
para trastornar leyes,
religión, paz y todas las cosas
humanas. Además, no les faltan
aduladores cultos que den a esta
manifiesta insensatez el nombre de
celo, piedad y valor, pensando que sea
posible esgrimir el hierro homicida y
hundirlo en las entrañas de sus
hermanos sin perjuicio de la caridad
perfecta, la cual, según el precepto de
Cristo, debe todo cristiano a su
prójimo.
Erasmo de Róterdam (Róterdam, 28 de
octubre de 1466 - Basilea, 12 de julio
de 1536), conocido como Desiderius
Erasmus Rotterdamus, nacido Geert
Geertsen, también llamado Gerrit
Gerritszoon (Gerardo, hijo de Gerardo),
fue un humanista, filósofo, filólogo y
teólogo holandés, autor de
importantes obras, escritas en latín