5/9/12

De cómo la sabiduría se esparció por el mundo Cuento popular africano

En Taubilandia vivía en tiempos
remotos, remotísimos, un hombre que
poseía toda la sabiduría del mundo. Se
llamaba este hombre Padre Ananzi, y
la fama de su sabiduría se había
extendido por todo el país, hasta los
más apartados rincones, y así sucedía
que de todos los ámbitos acudían a
visitarlo las gentes para pedirle consejo
y aprender de él.
Pero he aquí que aquellas gentes se
comportaron indebidamente y Ananzi
se enfadó con ellos. Entonces pensó
en la manera de castigarlos.
Tras largas y profundas meditaciones
decidió privarles de la sabiduría,
escondiéndola en un lugar tan hondo
e insospechado que nadie pudiera
encontrarla.
Pero él ya había prodigado sus
consejos y ellos contenían parte de la
sabiduría que, ante todo, debía
recuperar. Y lo consiguió; al menos así
lo pensaba nuestro Ananzi.
Ahora debía buscar un lugarcito donde
esconder el cacharro de la sabiduría; y,
sí, también él sabía un lugar. Y se
dispuso a llevar hasta allí su preciado
tesoro.
Pero...Padre Ananzi tenía un hijo que
tampoco tenía un pelo de tonto; se
llamaba Kweku Tsjin. Y cuando éste vio
a su padre andar tan misteriosamente
y con tanta cautela de un lado a otro
con su pote, pensó para sus adentros:
-¡Cosa de gran importancia debe ser
ésa!
Y como listo que era, se puso ojo
avizor, para vigilar lo que Padre Ananzi
se proponía.
Como suponía, lo oyó muy temprano
por la mañana, cuando se levantaba.
Kweku prestó mucha atención a todo
cuanto su padre hacía, sin que éste lo
advirtiera. Y cuando poco después
Ananzi se alejaba rápida y
sigilosamente, saltó de un brinco de la
cama y se dispuso a seguir a su padre
por donde quiera que éste fuese, con
la precaución de que no se diera
cuenta de ello.
Kweku vio pronto que Ananzi llevaba
una gran jarra, y le aguijoneaba la
curiosidad de saber lo que en ella
había.
Ananzi atravesó el poblado; era tan de
mañana que todo el mundo dormía
aún; luego se internó profundamente
en el bosque.
Cuando llegó a un macizo de palmeras
altas como el cielo, buscó la más
esbelta de todas y empezó a trepar
con la jarra o pote de la sabiduría
pendiendo de un cordel que llevaba
atado por la parte delantera del cuello.
Indudablemente, quería esconder el
Jarro de la Sabiduría en lo más alto de
la copa del árbol, donde seguramente
ningún mortal había de acudir a
buscarlo... Pero era difícil y pesada la
ascensión; con todo, seguía trepando y
mirando hacia abajo. No obstante la
altura, no se asustó, sino que seguía
sube que te sube.
El jarro que contenía toda la sabiduría
del mundo oscilaba de un lado a otro,
ya a derecha ya a izquierda, igual que
un péndulo, y otras veces entre su
pecho y el tronco del árbol. ¡La subida
era ardua, pero Ananzi era muy
tozudo! No cesó de trepar hasta que
Kweku Tsjin, que desde su puesto de
observatorio se moría de curiosidad,
ya no lo podía distinguir.
-Padre -le gritó- ¿por qué no llevas
colgado de la espalda ese jarro
preciado? ¡Tal como te lo propones, la
ascensión a la más alta copa te será
empresa difícil y arriesgada!
Apenas había oído Ananzi estas
palabras, se inclinó para mirar a la
tierra que tenía a sus pies.
-Escucha -gritó a todo pulmón- yo
creía haber metido toda la sabiduría
del mundo en este jarro, y ahora
descubro, de repente, que mi propio
hijo me da lección de sabiduría. Yo no
me había percatado de la mejor
manera de subir este jarro sin
incidente y con relativa comodidad
hasta la copa de este árbol. Pero mi
hijito ha sabido lo bastante para
decírmelo.
Su decepción era tan grande que, con
todas sus fuerzas, tiró el Jarro de la
Sabiduría todo lo lejos que pudo. El
jarro chocó contra una piedra y se
rompió en mil pedazos.
Y como es de suponer, toda la
sabiduría del mundo que allí dentro
estaba encerrada se derramó,
esparciéndose por todos los ámbitos
de la tierra.