Se llamaba Emmanuel Bobovnikoff y, por razones de supervivencia, se lo cambió
por el de Bove. Nació en París en 1898. Su padre era un ruso emigrado y su madre
una criada luxemburguesa. Pasó una infancia de privaciones y dudosa estabilidad
familiar. A los doce años se marchó a Ginebra a vivir con su padre y su amante
inglesa, una pintora rica y maravillosa. Pero la buena vida no duraría demasiado:
su padre muere y Emily se arruina. En 1916, Emmanuel regresa a París con su
madre y trabaja en lo que sale (camarero, conductor de tranvías, obrero de la
Renault) para “acumular experiencias”. Es arrestado durante un mes por
vagabundo –y por tener un nombre sospechoso-. En 1918 empieza el servicio
militar y consigue liberarse pronto de sus obligaciones militares. En 1921 se casa
con una maestra y se marchan a Austria, donde la vida resulta más barata. Ahí
escribe sus primeros libros “serios”, porque hasta entonces sobrevivía escribiendo
a tanto la línea para editoriales populares y colaborando esporádicamente en el
periodismo sensacionalista. En 1923 está en Francia y manda un cuento al
periódico Le Matin. Tiene la suerte de que la editora de la sección literaria es
Colette, quien se interesa por ese escritor tan extraño y no sólo le publica en el
periódico sino que le pide algo para la colección que dirige en la editorial Ferenzci.
Y en 1924 aparece Mis amigos. Aquí me quedo en cuanto a la biografía, siempre
irregular, de Bove, para detenerme en la obra que, a partir de esa publicación, irán
unidas.
Aquella era una época extraordinaria para los escritores. La literatura apasionaba a
la gente, los autores eran admirados y admirables, las librerías estaban
abarrotadas de novedades y si alguien destacaba no pasaba precisamente
desapercibido, pues los críticos del momento eran a su vez grandes escritores, con
paladares exigentes y los lectores confiaban en ellos; les hacían caso. Sacha Guitry,
por ejemplo, se quedó deslumbrado ante la lectura de Mis amigos y escribió un
artículo que resultó decisivo. No hay duda de que se trata de uno de esos libros
que suponen un descubrimiento para cualquiera que lo lea. No en vano conmovió
profundamente a Rilke, que entonces estaba en París y quiso conocerlo de
inmediato. Como también Beckett, quien le debe mucho (dijo de él que era el
mayor de los autores franceses desconocidos), André Gide, Saint-Exupéry, y tantos
otros de los que destacaron en la época. Aunque después escribió unos cuantos
libros igualmente sorprendentes, Mis amigos , publicado por primera vez en España
hace un par de años por la editorial Pre-Textos (traducción de Manuel Arranz) es
su libro de referencia y, por ejemplo, al alemán lo tradujo Peter Handke. Trata de
las desventuras de un ex combatiente de la Gran Guerra, esto es la Primera Guerra
Mundial. Victor Bâton (así se llama este antihéroe) es un desarraigado que malvive
con su pensión de inválido y es sistemáticamente despreciado por la sociedad.
Pero él está deseoso de hacer amigos y abandona su barrio pobre y desarrapado
para introducirse en barrios ricos donde encontrar personas que le protejan. Sin
embargo, sólo consigue causar todavía más rechazo. Son cinco relatos breves que
son otros tantos recordatorios para el protagonista de su invencible marginación
social. Todo, escrito en un estilo seco y despojado, en un tono de humor
caricaturesco pero compasivo que lo salva del negro pesimismo al que parecía
abocado tanto el autor como el personaje. No hay nada más eficaz, para conjurar
el sarcasmo, que reírse primero de uno mismo.
Tampoco hace falta ser freudiano para
entender, a la luz de la escueta biografía
que he apuntado, que la doble vida que
llevó el adolescente Bobovnikoff, entre una
madre vulgar y popular, que casi vivía en el
arroyo y una “madrastra” idílica y refinada,
fue decisiva para dejarle el alma en vilo.
Como persona que ha sido suficientemente
baqueteada por la vida, Bove nunca se creyó
del todo su fama. En realidad fue una fama
más libresca que popular, pues como todo escritor de culto, sus principales
lectores también son escritores. Tanto en París, como en Argel, donde vivió de 1942
a 1944 (se negó a publicar en la Francia ocupada) participó activamente en la vida
literaria del momento –más bien dejó que le incluyeran en ella los demás– pero él
era un solitario empedernido y un tanto atrabiliario. La prueba es otra de sus
obras maestras, Bécon-les-Bruyères , publicada en 1927 y que muchos tomaron por
un escarnio a los lectores. La historia es la siguiente. En la época se pusieron de
moda los libros de viajes. Cierta editorial encargó a los autores más conocidos del
momento (como se ve no hay nada nuevo bajo el sol) que retrataran los lugares
más notables de Francia. Paul Morand escribió sobre Toulon-sur-Mer, André
Maurois sobre “su” Rouen,, Jean Cassou sobre Bayona y Emmanuel Bove sobre
Bécon-les-Bruyères, que era el suburbio parisino donde vivía en la época y cuyos
encantos –descritos con la misma solemnidad y seriedad que si se tratara de
Venecia- son similares a los que pueda tener, pongamos, Getafe o Useras. El
resultado es uno de los textos más cervantinos de la literatura francesa, incluido
Bouvard et Pécuchet de Flaubert.
En Argel, Bove contrajo el paludismo que le llevaría a la muerte. Cuando regresó a
Francia, en octubre de 1944, el panorama literario había cambiado por completo y
él era nuevamente un desconocido. No obstante, publicó dos novelas más y murió
un año después, a los 47 años de edad. Está enterrado en París, en el cementerio
de Montparnasse, en el panteón de la familia Ottensooser (de su segunda mujer).
El emplazamiento se puede visitar perfectamente; no hay más que ir a la 25ª
división israelita, 27ª línea Este, nº 1 Sur. No tiene pérdida. Para más detalles, y
para entender lo que es un verdadero autor de culto, visiten la página que le han
hecho sus numerosos admiradores, desperdigados por todo el mundo.
Fuente: http://www.libertaddigital.com/