Según el historiador Eric Hobsbawm,
el siglo XX puso fin a siete mil años de
vida humana centrada en la agricultura
desde que aparecieron los primeros
cultivos, a fines del paleolítico. La
población mundial se urbaniza, los
campesinos se hacen ciudadanos. En
América Latina tenemos campos sin
nadie y enormes hormigueros
urbanos: las mayores ciudades del
mundo, y las más injustas. Expulsados
por la agricultura moderna de
exportación, y por la erosión de sus
tierras, los campesinos invaden los
suburbios. Ellos creen que Dios está en
todas partes, pero por experiencia
saben que atiende en las grandes
urbes. Las ciudades prometen trabajo,
prosperidad, un porvenir para los
hijos. En los campos, los esperadores
miran pasar la vida, y mueren
bostezando; en las ciudades, la vida
ocurre, y llama. Hacinados en tugurios,
lo primero que descubren los recién
llegados es que el trabajo falta y los
brazos sobran, que nada es gratis y
que los más caros artículos de lujo son
el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray
Giordano da Rivalto pronunció en
Florencia un elogio de las ciudades.
Dijo que las ciudades crecían «porque
la gente tiene el gusto de juntarse».
Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se
encuentra con quién? ¿Se encuentra la
esperanza con la realidad? El deseo,
¿se encuentra con el mundo? Y la
gente, ¿se encuentra con la gente? Si
las relaciones humanas han sido
reducidas a relaciones entre cosas,
¿cuánta gente se encuentra con las
cosas?
El mundo entero tiende a convertirse
en una gran pantalla de televisión,
donde las cosas se miran pero no se
tocan. Las mercancías en oferta
invaden y privatizan los espacios
públicos. Las estaciones de autobuses
y de trenes, que hasta hace poco eran
espacios de encuentro entre personas,
se están convirtiendo ahora en
espacios de exhibición comercial.
El shopping center, o shopping mall,
vidriera de todas las vidrieras, impone
su presencia avasallante. Las
multitudes acuden, en peregrinación, a
este templo mayor de las misas del
consumo. La mayoría de los devotos
contempla, en éxtasis, las cosas que
sus bolsillos no pueden pagar,
mientras la minoría compradora se
somete al bombardeo de la oferta
incesante y extenuante. El gentío, que
sube y baja por las escaleras
mecánicas, viaja por el mundo: los
maniquíes visten como en Milán o
París y las máquinas suenan como en
Chicago, y para ver y oír no es preciso
pagar pasaje. Los turistas venidos de
los pueblos del interior, o de las
ciudades que aún no han merecido
estas bendiciones de la felicidad
moderna, posan para la foto, al pie de
las marcas internacionales más
famosas, como antes posaban al pie
de la estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que los
habitantes de los barrios suburbanos
acuden al center, al shopping center,
como antes acudían al centro. El
tradicional paseo del fin de semana al
centro de la ciudad, tiende a ser
sustituido por la excursión a estos
centros urbanos. Lavados y
planchados y peinados, vestidos con
sus mejores galas, los visitantes vienen
a una fiesta donde no son convidados,
pero pueden ser mirones. Familias
enteras emprenden el viaje en la
cápsula espacial que recorre el
universo del consumo, donde la
estética del mercado ha diseñado un
paisaje alucinante de modelos, marcas
y etiquetas.
La cultura del consumo, cultura de lo
efímero, condena todo al desuso
mediático. Todo cambia al ritmo
vertiginoso de la moda, puesta al
servicio de la necesidad de vender. Las
cosas envejecen en un parpadeo, para
ser reemplazadas por otras cosas de
vida fugaz. Hoy que lo único que
permanece es la inseguridad, las
mercancías, fabricadas para no durar,
resultan tan volátiles como el capital
que las financia y el trabajo que las
genera. El dinero vuela a la velocidad
de la luz: ayer estaba allá, hoy está
aquí, mañana quién sabe, y todo
trabajador es un desempleado en
potencia. Paradójicamente, los
shoppings centers, reinos de la
fugacidad, ofrecen la más exitosa
ilusión de seguridad. Ellos resisten
fuera del tiempo, sin edad y sin raíz,
sin noche y sin día y sin memoria, y
existen fuera del espacio, más allá de
las turbulencias de la peligrosa
realidad del mundo.
Los dueños del mundo usan al mundo
como si fuera descartable: una
mercancía de vida efímera, que se
agota como se agotan, a poco de
nacer, las imágenes que dispara la
ametralladora de la televisión y las
modas y los ídolos que la publicidad
lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a
qué otro mundo vamos a mudarnos?
¿Estamos todos obligados a creernos
el cuento de que Dios ha vendido el
planeta a unas cuantas empresas,
porque estando de mal humor decidió
privatizar el universo? La sociedad de
consumo es una trampa cazabobos.
Los que tienen la manija simulan
ignorarlo, pero cualquiera que tenga
ojos en la cara puede ver que la gran
mayoría de la gente consume poco,
poquito y nada necesariamente, para
garantizar la existencia de la poca
naturaleza que nos queda. La injusticia
social no es un error a corregir, ni un
defecto a superar: es una necesidad
esencial. No hay naturaleza capaz de
alimentar a un shopping center del
tamaño del planeta