16/2/14

EL SAMURAI SOLITARIO QUE BOMBARDEÓ AMÉRICA...

Entre las más extravagantes
aventuras de la II Guerra Mundial
está la del aviador japonés Nobuo
Fujita, que, despegando desde un
submarino, trató de incendiar a
bombazos los bosques de Oregón en
el único ataque aéreo que ha sufrido
el territorio continental de EE UU
hasta el 11-S. Los resultados no
fueron lo que se dice espectaculares.
Cuando aquella mañana del 9 de
septiembre de 1942 el sargento
especialista y aviador de la Armada
Imperial japonesa Nobuo Fujita, de
31 años, trepaba a la carlinga de su
aeroplano, con cierta dificultad, pues
ceñía espada de samurái, era muy
consciente de que estaba haciendo
historia. Fujita estaba a punto de
despegar para bombardear por
primera vez desde un avión territorio
continental de Estados Unidos. En
concreto, los bosques de Oregón.
El ataque aéreo de Fujita -en puridad
dos, pues lo repitió días más tarde-
es el único de su clase que se ha
realizado contra EE UU (descartando
el cometido contra Pearl Harbor, en la
isla Oahu, en Hawai) hasta que los
terroristas del 11-S estrellaron
aviones contra las Torres Gemelas y el
Pentágono. La de Fujita, Faetón [hijo
del Sol en la mitología griega] de ojos
rasgados, fue una agresión mucho
menos luctuosa -de hecho, no murió
ni fue herido nadie-, más audaz, e
incluso estamos tentados de
calificarla de romántica. Fue además
un fracaso: el objetivo era provocar
grandes incendios forestales con sus
bombas, pero había llovido y los
bosques estaban húmedos.
Era una operación arriesgada: hacer
despegar un avión desde la cubierta
de un submarino tras haber navegado
desde Japón hasta la costa oeste de
EE UU y sobrevolar en solitario 80
kilómetros de territorio enemigo
hasta los grandes bosques del
parque nacional del monte Emily. Iba
a ser una respuesta al osado
bombardeo de Tokio por los B-25 de
Jimmy Doolittle en abril. El plan,
basado en el uso agresivo de la
aviación embarcada en submarinos
(los japoneses eran los únicos que
disponían de esa innovación: un total
de 41 de sus sumergibles portaban
hidroaviones desmontados y
estibados en un hangar a tal efecto),
lo había ideado el propio Fujita en su
tiempo libre, aunque su proyecto
original era atacar el canal de
Panamá.
El veterano aviador se quedó de una
pieza cuando en julio de 1942 fue
requerido por el cuartel general de la
Armada para una reunión secreta en
torno a su plan en la que estaba
presente nada menos que el príncipe
Takamatsu, el hermano pequeño de
la Sagrada Grulla, el emperador Hiro
Hito (véase el libro de referencia de
la aventura, The Fujita Plan, de Mark
Felton, Pen & Sword, 2006). "Fujita,
vamos a enviarle a bombardear el
continente americano", le dijeron. A
lo que el piloto contestó doblándose
por la cintura con un lacónico y
marcial: "¡Hai!".
Nacido en 1911, Nobuo Fujita,
pequeño y nervudo, se alistó en la
Armada Imperial en 1932 y, prendado
de los aeroplanos y de la mística del
vuelo como muchos otros jóvenes de
la época, consiguió hacerse aviador de
la marina, un destino entonces
exclusivísimo, una pequeña
hermandad de pilotos de élite que
por un tiempo reinaron en los cielos
de Asia.
Fujita fue piloto de pruebas, y parece
que excelente, todo un natural flyer, y
luego lo enviaron no a portaaviones,
sino a submarinos -un destino
extravagante para un aviador en
cualquier otra armada-. Embarcado en
el I-25 durante la II Guerra Mundial,
vivió aventuras sin cuento realizando
atrevidos vuelos de reconocimiento
desde el sumergible con su aparato,
en puro estilo vol de nuit,
orientándose por la luz de los faros
costeros (incluso voló sobre los
puertos de Sidney, Melbourne y
Auckland). Su aeroplano era el
pequeño hidroavión Yokosuka E14Y
(denominado Glenn por los aliados),
que se lanzaba desde una rampa en
cubierta y que los operarios
montaban en una hora. Su velocidad
de crucero era de 135 kilómetros por
hora, tenía una autonomía de cinco
horas y, por toda defensa, una
ametralladora de 7,7 milímetros.
Aquel 9-S en la costa de Estados
Unidos, tras colocarse las antiparras
típicas de los pilotos japoneses en
forma de ojos de gato, despegar con
el buen augurio del sol naciente que
se espejeaba en sus alas y escuchar
los "¡banzai!" de rigor de la
tripulación del I-25, Fujita y su
observador, Shoji Okuda (que moriría
luego durante la guerra), volaron
entre neblina y lanzaron sobre un
denso bosque la primera de las seis
bombas de 76 kilos, que dispersaban
al detonar 520 bolitas incendiarias en
un área de 90 metros cuadrados.
Vieron el brillo de la explosión y
llamas. Vecinos del pueblecito de
Brookings y guardabosques siguieron
con lógica preocupación las
evoluciones del avioncito japonés, y
se dio la alarma, incluso al FBI. Los
fuegos se extinguieron por sí mismos.
Fujita volvió a atacar el día 29, esta
vez de noche, con el mismo
resultado. De regreso al sumergible,
salieron por piernas convencidos de
que habían montado una buena.
La parte bonita de la historia de
Fujita viene después de la guerra (en
la que continuó volando desde
submarinos hasta que en 1944 le
transfirieron al adiestramiento de
kamikazes, un destino sin mucho
futuro). En 1962, el viejo piloto
reconvertido en comerciante de
metales recibió una invitación para
viajar a Brookings. Temiendo que
fuera para juzgarle por crímenes de
guerra, se llevó su espada, por si
había que hacerse el haraquiri. Con
gran sorpresa por su parte, le
recibieron con simpatía. Tanta, que
decidió regalar al pueblo el sable de
su familia -el que llevó en sus
vuelos-, que se exhibe en el
Ayuntamiento de la localidad.
Fujita regresó varias veces al pueblo,
del que fue nombrado ciudadano
honorario, e incluso volvió a volar
sobre los parajes de su ataque y
plantó un árbol -un retoño de
secuoya- en el lugar exacto donde
cayó una de sus bombas. En 1997,
cuando Fujita murió de cáncer de
pulmón, su hija Yoriko enterró parte
de sus cenizas entre los bosques que
el samurái aviador quiso un día
incendiar.
La siniestra Operación PX y los
sumergibles portaaviones
EN UNA GRAN MATANZA COLECTIVA
como fue la II Guerra Mundial, la
peripecia individual de Fujita aparece
como una fantástica aventura de la
vieja escuela. Nos recuerda que más
allá de la imagen de los soldados
japoneses como una horda fanatizada
y salvaje -el estereotipo, a menudo
bien real, esencializado en el tokko, el
ataque especial, suicida, de los
enjambres de kamikazes o las
manadas de kaiten (torpedos
humanos)-, los militares nipones
también protagonizaron lances
novelescos, hazañas admirables. Es el
caso del as aviador Junichi Sasai, el
Richtofen de Rabaul, cinturón negro
de yudo -aunque en el aire no le
debía servir de mucho- que a los
mandos de su Zero derribó tres P-39
estadounidenses en 20 segundos y
logró ¡cinco victorias! en el mismo día
sobre Guadalcanal, y además era
apuesto y sensible. O el de Kanichi
Kashimura, el piloto que regresó con
sólo un ala (hay fotos). A esa
tradición de coraje y nobleza, de
aeroplanos envueltos en un ethos de
bushido, en flores de cerezo y haikus,
pertenece Fujita. Su aventura tiene
un reverso siniestro: abrió la puerta
a la Operación PX. Una flota de
submarinos, incluidos los nuevos
gigantes de la serie I-400, verdaderos
portaaviones sumergidos equipados
cada uno con tres bombarderos Aichi
M6A1 Seiran, debían lanzar un
ataque bacteriológico contra San
Francisco con material suministrado
por la unidad 731 del perverso
coronel Ishii. El fin de la guerra
detuvo esos y otros planes
devastadores.