Domingo 2 de Febrero de 1958
Soledad y silencio. He pensado en la felicidad de dedicarme enteramente a la literatura, sin otros cuidados sino escribir y estudiar. Es necesario recuperar el tiempo perdido. Sé que esta felicidad está a mi alcance y que no depende de mi voluntad, pues entonces ya no sería felicidad sino solamente trabajo. Sólo necesito creer con todo mi ser, creer obsesiva y lúcidamente. Y también olvidarme de todos. Pero sobre todo continuar sosteniéndome en la durísima tarea de no pensar en «el amor imposible», causa de todos mis males. Esto es lo más difícil. Y particularmente para mí, que no me llegan compensaciones externas que pudieran impulsarme a sustituir al objeto amado. Pero sé que mi única posibilidad de salvación consiste en aceptar con naturalidad esta
carencia afectiva. Mi única posibilidad de salvación, sí.
Ahora comprendo absolutamente que jamás mi amor se verá
correspondido, que hasta hoy me sustentaba alguna esperanza absurda e infantil, sin fundamento alguno en la realidad. Pero hoy, recordando el ayer, recobrando palabras y sucesos que dormían debajo de mi memoria he tomado conciencia de la futilidad de mi espera. Ahora bien, resta la locura o la muerte, porque yo comprendo que sólo por mi amor vivo, que sólo él me enlaza a la vida. Y tal vez no quisiera que fuese así, si bien reconozco que a ello debo mis horas más intensas, más fecundas emocionalmente, las que no poco hicieron por mis poemas. A mi amor debo casi todos mis estados de exaltación. Pero también es útil saber que el hombre que los produjo es absolutamente «inocente» de mis procesos, que su actitud fue siempre pasiva, que, en suma, no tiene «culpa» alguna de lo que me
acontece, así como el desierto no es culpable de los que mueren sedientos. De cualquier modo, comprendo que es necesario estrangular todo atisbo de esperanza y aceptar la idea de que jamás seré amada por la persona que he elegido. Podría agregar que no la he elegido sino que me ha sido impuesta, podría repetir los viejos argumentos científicos respecto de los orígenes de mi sentimiento amoroso. Pero es como en la poesía. Palabras, palabras… El amor es otra cosa. Y no me importa que maltraten el mío ni que lo castiguen con la indiferencia más extrema. Yo sé que es real, yo sé que existe y me duele más que mi vida, o igual, porque es mi vida. Lo mismo que la poesía. ¿En que la desmedra el análisis o la disección? Está, y es lo único importante. Pero ahora, sobre materiales rotos y roídos, entre el caos y la angustia, trataré de reconstruirme. Sobre tanto dolor, sobre tantas ganas de morir y de no sufrir más el peso de este amor, he de reconstruirme. Con humildad y
silencio.
Este yacer anegada en mí misma, este no perderme jamás de vista — aun en la enajenación— ¿a qué
obedece? A que no encuentro nada que sea más importante que yo. Sólo me entero de las cosas cuando me golpean. Así, gracias al silencio de Orestes, he pensado por vez primera en él. Cosa que jamás hice cuando deliraba de amor por mí. Esta manera de ser me hace perder y ganar. Perder en cuanto a que me encadena, me impide enfrentar el mundo, y más aún, me deja a merced del mundo. Pero, por otra parte, en el reverso del mundo, donde yo estoy, se ven muchas cosas vedadas para los otros. A propósito de mi incomunicación estuve pensando en la posibilidad de enloquecer, posibilidad que me
aterroriza. Pero estoy demasiado cansada como para inquietarme «activamente». Pensándolo bien, ¿no será demasiado tarde para reconstruirme? ¿No habré perdido definitivamente?