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8/3/13

El adivino (Cuento popular ruso)

Un campesino pobre y muy astuto
apodado Escarabajo, quería adquirir
fama de adivino. Asi que un día
robó una sábana a una mujer, la
escondió en un montón de paja y se
empezó a alabar diciendo que
estaba en su poder el adivinarlo
todo. La mujer lo oyó y vino a él
pidiéndole que adivinase dónde
estaba su sábana. El campesino le
preguntó:
-¿Y qué me darás por mi trabajo?
– Una taza de harina y una libra de
manteca.
– Está bien.
Se puso a hacer como que
meditaba, y luego le indicó el sitio
donde estaba escondida la sábana.
Dos o tres días después desapareció
un caballo que pertenecía a uno de
los más ricos propietarios del
pueblo. Era Escarabajo quien lo
había robado y conducido al
bosque, donde lo había atado a un
árbol.
El señor mandó llamar al adivino, y
éste, imitando los gestos y
procedimientos de un verdadero
mago, le dijo:
– Envía tus criados al bosque; allí
está tu caballo atado a un árbol.
Fueron al bosque, encontraron el
caballo, y el contento propietario
dio al campesino cien rublos. Desde
entonces creció su fama,
extendiéndose por todo el país.
Por desgracia, ocurrió que al zar se
le perdió su anillo nupcial, y por
más que lo buscaron por todas
partes no lo pudieron encontrar.
Entonces el zar mandó llamar al
adivino, dando orden de que lo
trajesen a su palacio lo más pronto
posible. Los mensajeros, llegados al
pueblo, cogieron al campesino, lo
sentaron en un coche y lo llevaron a
la capital. Escarabajo, con gran
miedo, pensó:
“Ha llegado la hora de mi perdición.
¿Cómo podré adivinar dónde está el
anillo? Se encolerizará el zar y me
expulsarán del país o mandará que
me maten.”
Lo llevaron ante el zar, y éste le
dijo:
– ¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se
halla mi anillo te recompensaré
bien; pero si no haré que te corten
la cabeza.
Y ordenó que lo encerrasen en una
habitación separada, diciendo a sus
servidores:
– Que le dejen solo para que medite
toda la noche y me dé la
contestación mañana temprano.
Lo llevaron a una habitación y lo
dejaron allí solo.
El campesino se sentó en una silla y
pensó para sus adentros “¿Qué
contestación daré al zar? Será mejor
que espere la llegada de la noche y
me escape; apenas los gallos canten
tres veces huiré de aquí.”
El anillo del zar había sido robado
por tres servidores de palacio; el
uno era lacayo, el otro cocinero y el
tercero cochero. Hablaron los tres
entre sí, diciendo:
– ¿Qué haremos? Si este adivino
sabe –que somos nosotros los que
hemos robado el anillo, nos
condenarán a muerte. Lo mejor será
ir a escuchar a la puerta de su
habitación; si no dice nada,
tampoco lo diremos nosotros; pero
si nos reconoce por ladrones, no
hay más remedio que rogarle que no
nos denuncie al zar.
Así lo acordaron, y el lacayo se fue
a escuchar a la puerta. De pronto se
oyó por primera vez el canto del
gallo, y el campesino exclamó:
– ¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay
que esperar a los otros dos.
Al lacayo se le paralizó el corazón
de miedo. Acudió a sus
compañeros, diciéndoles:
– ¡Oh amigos, me ha reconocido!
Apenas me acerqué a la puerta,
exclamó: “Ya está uno; hay que
esperar a los otros dos.”
– Espera, ahora iré yo – dijo el
cochero; y se fue a escuchar a la
puerta.
En aquel momento los gallos
cantaron por segunda vez, y el
campesino dijo:
– ¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay
que esperar sólo al tercero.
El cochero llegó junto a sus
compañeros y les dijo:
– ¡Oh amigos, también me ha
reconocido!
Entonces el cocinero les propuso:
– Si me reconoce también, iremos
todos, nos echaremos a sus pies y le
rogaremos que no nos denuncie y
no cause nuestra perdición.
Los tres se dirigieron hacia la
habitación, y el cocinero se acercó a
la puerta para escuchar. De pronto
cantaron los gallos por tercera vez,
y el campesino, persignándose,
exclamó:
– ¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!
Y se lanzó hacia la puerta con la
intención de huir del palacio; pero
los ladrones salieron a su encuentro
y se echaron a sus plantas,
suplicándole:
– Nuestras vidas están en tus
manos. No nos pierdas; no nos
denuncies al zar. Aquí tienes el
anillo.
– Bueno; por esta vez los perdono -
contestó el adivino.
Tomó el anillo, levantó una plancha
del suelo y lo escondió debajo.
Por la mañana el zar,
despertándose, hizo venir al adivino
y le preguntó:
– ¿Has pensado bastante?
– Sí, y ya sé dónde se halla el anillo.
Se te ha caído, y rodando se ha
metido debajo de esta plancha.
Quitaron la plancha y sacaron de
allí el anillo. El zar recompensó
generosamente a nuestro adivino,
ordenó que le diesen de comer y
beber y se fue a dar una vuelta por
el jardín.
Cuando el zar paseaba por una
vereda, vio un escarabajo, lo cogió
y volvió a palacio.
– Oye – dijo a Escarabajo – si eres
adivino, tienes que adivinar qué es
lo que tengo encerrado en mi puño.
El campesino se asustó y murmuró
entre dientes:
– Escarabajo, ahora sí que estás
cogido por la mano poderosa del
zar.
– ¡Es verdad! ¡Has acertado! –
exclamó el zar.
Y dándole aún más dinero lo dejó
irse a su casa colmado de honores.
De la recopilación “Cuentos del
folklore ruso”, de Alekandr
Nikoalevich Afanasiev.
Imagen: Ilustración de Ivan Bilibin,
ilustrador ruso que se hizo famoso
de finales del siglo XIX cuando
realizó las ilustraciones para los
volúmenes de los cuentos del rusos
que el folklorista Afanasiev había
recopilado.

23/9/12

LA FLOR DE LIROLAY

Este era un rey ciego que tenía tres
hijos. Una enfermedad desconocida le
había quitado la vista y ningún
remedio de cuantos le aplicaron pudo
curarlo. Inútilmente habían sido
consultados sabios más famosos.
Un día llegó al palacio, desde un país
remoto, un viejo mago conocedor de
la desventura del soberano. Le
observó, y dijo que sólo la flor del
lirolay, aplicada a sus ojos, obraría el
milagro. La flor del lirolay se abría en
tierras muy lejanas y eran tantas y tales
las dificultades del viaje y de la
búsqueda que resultaba casi imposible
conseguirla.
Los tres hijos del rey se ofrecieron para
realizar la hazaña. El padre prometió
legar la corona del reino al que
conquistara la flor del lirolay.
Los tres hermanos partieron juntos.
Llegaron a un lugar en el que se abrían
tres caminos y se separaron, tomando
cada cual por el suyo. Se marcharon
con el compromiso de reunirse allí
mismo el día en que se cumpliera un
año, cualquiera fuese el resultado de
la empresa.
Los tres llegaron a las puertas de las
tierras de la flor del lirolay, que daban
sobre rumbos distintos, y los tres se
sometieron, como correspondía a
normas idénticas.
Fueron tantas y tan terribles las
pruebas exigidas, que ninguno de los
dos hermanos mayores la resistió, y
regresaron sin haber conseguido la
flor.
El menor, que era mucho más
valeroso que ellos, y amaba
entrañablemente a su padre, mediante
continuos sacrificios y con grande
riesgo de la vida, consiguió apoderarse
de la flor extraordinaria, casi al
término del año estipulado.
El día de la cita, los tres hermanos se
reunieron en la encrucijada de los tres
caminos.
Cuando los hermanos mayores vieron
llegar al menor con la flor de lirolay, se
sintieron humillados. La conquista no
sólo daría al joven fama de héroe, sino
que también le aseguraría la corona.
La envidia les mordió el corazón y se
pusieron de acuerdo para quitarlo de
en medio.
Poco antes de llegar al palacio, se
apartaron del camino y cavaron un
pozo profundo. Allí arrojaron al
hermano menor, después de quitarle
la flor milagrosa, y lo cubrieron con
tierra.
Llegaron los impostores alardeando de
su proeza ante el padre ciego, quien
recuperó la vista así que pasó por los
ojos la flor de lirolay. Pero, su alegría
se transformó en nueva pena al saber
que su hijo había muerto por su causa
en aquella aventura.
De la cabellera del príncipe enterrado
brotó un lozano cañaveral.
Al pasar por allí un pastor con su
rebaño, le pareció espléndida ocasión
para hacerse una flauta y cortó una
caña.
Cuando el pastor probó modular en el
flamante instrumento un aire de la
tierra, la flauta dijo estas palabras:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes tocar;
mis hermanos me mataron
por la flor de lirolay.
La fama de la flauta mágica llegó a
oídos del Rey que la quiso probar por
sí mismo; sopló en la flauta, y oyó
estas palabras:
No me toques, padre mío,
ni me dejes tocar;
mis hermanos me mataron
por la flor de lirolay.
Mandó entonces a sus hijos que
tocaran la flauta, y esta vez el canto fue
así:
No me toquen, hermanitos,
ni me dejen tocar;
porque ustedes me mataron
por la flor de lirolay.
Llevando el pastor al lugar donde
había cortado la caña de su flauta,
mostró el lozano cañaveral. Cavaron al
pie y el príncipe vivo aún, salió
desprendiéndose de las raíces.
Descubierta toda la verdad, el Rey
condenó a muerte a sus hijos
mayores.
El joven príncipe, no sólo los perdonó
sino que, con sus ruegos, consiguió
que el Rey también los perdonara.
El conquistador de la flor de lirolay fue
rey, y su familia y su reino vivieron
largos años de paz y de abundancia.
Este cuento es conocido en la región
norteña, en la región andina y en la
región central. En Salta se lo llama "la
flor lirolay"; en Jujuy "La flor del ilolay";
en Tucumán "La flor dl lirolá y también
"del lilolá" y en Córdoba, La Rioja y San
Luis "La flor de la Deidad".
Extraída de "Antología Folklórica
Argentina", del Consejo Nacional de
Educación, Guillermo Kraft Ltda., 1940.
Material compilado y revisado por la
educadora argentina Nidia Cobiella