La culpa heredada puede ser 
 colectiva. En la Alemania de la 
 posguerra, una generación de niños 
 creció sabiendo que sus padres 
 habían sido nazis. Para escribir su 
 libro Nacido culpable, Peter Sichrovsky 
 entrevistó a 40 descendientes de 
 nazis. La mayoría de ellos confesaron 
 que una cosa es condenar los 
 asesinatos, las torturas, las vejaciones 
 cometidas por los nazis, y otra, 
 enterarte de que tu padre fue uno de 
 ellos. En muchos casos lo 
 descubrieron tarde y a través de 
 terceras personas, en sus familias 
 había un pacto de silencio. 
 Las reacciones de los hijos de los 
 nazis oscilaban del odio y el rechazo a 
 la vergüenza callada, la distancia, el 
 disgusto o la lealtad. Ninguno 
 hablaba de amor al referirse a su 
 padre. Peter Sichrovsky estaba 
 empeñado en que esos hijos se 
 atrevieran a preguntar a sus padres: 
 “¿por qué lo hiciste?”, y esa, quizá, es 
 la pregunta que no querían o no 
 podían hacer, por temor a la 
 respuesta: “Porque para mí estaba 
 bien, no me arrepiento de nada; lo 
 volvería a hacer”. 
 No me arrepiento de nada es 
 precisamente el título de una biografía 
 de Rudolph Hess publicada por su 
 hijo, Wolf-Rüdiger Hess, negador del 
 Holocausto y quien sostiene que su 
 padre no murió de forma natural en 
 la cárcel, sino que fue asesinado. 
 Niklas Frank, uno de los dos hijos de 
 Hans Frank, el gobernador nazi de 
 Polonia, contó a la revista alemana 
 Stern que el día que ahorcaron a su 
 padre tras el juicio de Núremberg se 
 masturbó sobre una foto de aquel 
 hombre a quien calificaba de cobarde, 
 corrupto, ansioso de poder, cruel y 
 asesino, “el hombre que hizo posible 
 Auschwitz”. 
 Niklas Frank dedicó gran parte de su 
 vida a publicar libros y artículos contra 
 su padre. Su hermano Norman 
 declaró en 1959 que su progenitor era 
 culpable sin paliativos. “Cometió 
 crímenes terribles y pagó por ello con 
 su vida”. Norman no ha querido tener 
 hijos propios para no propagar la 
 simiente maldita, para extinguir ese 
 apellido infame. 
 Martin Bormann, el hijo del 
 lugarteniente de Hitler, se aplicó a la 
 misión de investigar la vida de su 
 padre, con un objetivo: averiguar si 
 aquel tenía conocimiento del 
 Holocausto y los crímenes 
 perpetrados por el régimen al que 
 sirvió o si era inocente. Llegó a la 
 conclusión de que su padre lo sabía 
 todo; su firma estaba al pie de 
 demasiados documentos y órdenes 
 importantes. Sin embargo, lleva 
 siempre en su bolsillo una vieja postal 
 que su padre le mandó en 1943 en la 
 que le llamaba “hijo de mi corazón”. 
 Se disculpa diciendo: “Entienda usted 
 que esa es la imagen que yo tengo 
 como hijo y no me la pueden quitar”. 
 Dentro de la jerarquía de los 
 criminales nazis, tras Hitler, quizá el 
 que más horror o espanto provoca es 
 Heinrich Himmler, el jefe de las 
 temibles SS, quien dirigió, como 
 ministro del Interior, a la policía 
 secreta de la Gestapo y fue el 
 impulsor, organizador y responsable 
 del programa de exterminio de los 
 judíos, a los que odiaba. Himmler se 
 enorgullecía de sus SS, en sus 
 palabras “una Organización Nacional 
 Socialista integrada por hombres 
 escogidos por sus características 
 nórdicas y unidos por un juramento 
 de sangre… Con el coraje de ser 
 impopulares… Con el valor de ser 
 duros e insensibles…”. En esa 
 alocución de octubre de 1943, 
 Himmler explicó a sus generales de 
 las SS que “el pueblo judío está 
 siendo exterminado… Muchos de 
 vosotros sabréis lo que es contemplar 
 una montaña de 100, 500 o 1.000 
 cadáveres… Esta es una página 
 gloriosa de nuestra historia”. 
 Los judíos, según himmler, aunque 
 física y biológicamente idénticos a los 
 demás seres humanos, eran mental y 
 espiritualmente inferiores, menos que 
 animales: subhumanos. Himmler era 
 un fanático, un tipo gris, frío, 
 metódico, tremendamente eficaz, 
 obsesionado con medrar y complacer 
 al Führer, pero era también un padre 
 cariñoso que idolatraba a su única 
 hija, Gudrun, una niña rubia de 
 aspecto angelical a quien llamaba 
 Puppi (muñeca). En una fotografía 
 muy difundida se ve a Heinrich 
 Himmler ataviado con el uniforme 
 negro de las SS, en la manga 
 izquierda un brazalete con la 
 esvástica, sosteniendo en sus rodillas 
 a la pequeña Gudrun, y hay un gran 
 contraste entre ese hombre de perfil 
 ratonil, con nariz afilada, gafas 
 redondas, bigotito fascista, mejillas 
 fofas y barbilla huidiza y esa niña 
 guapa, de trenzas rubias, piel 
 transparente y rasgos delicados, la 
 perfecta aria. Gudrun adoraba a su 
 padre; solía entretenerse recortando 
 las fotos de Himmler que aparecían en 
 la prensa y pegándolas en un álbum. 
 Al final de la guerra, Himmler fue 
 capturado por los ingleses y se 
 suicidó antes de ser juzgado, como su 
 venerado Hitler. Gudrun y su madre 
 fueron detenidas en Italia por los 
 americanos, quienes las recluyeron en 
 un campo de prisioneros, donde 
 Gudrun dio muestras de su 
 obstinación y su carácter. En el libro 
 My Father’s Keeper (en español, Tú 
 llevas mi nombre), de Stephan y 
 Norbert Lebert, sobre las vidas de seis 
 hijos de gerifaltes nazis, se recoge una 
 anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no 
 le gustaba el rancho que les daban 
 los americanos e inició una huelga de 
 hambre. Se puso enferma, perdió 
 peso de forma alarmante, pero 
 consiguió su propósito: al cabo de 
 unas semanas, ella y su madre fueron 
 las únicas prisioneras que tenían el 
 privilegio de comer lo mismo que los 
 oficiales norteamericanos. Gudrun y 
 su madre pasaron dos años en 
 sucesivos campos de concentración; 
 las llevaron a Núremberg, en calidad 
 de testigos. A Gudrun le preguntaron 
 si alguna vez había ido a un campo 
 de concentración. 
 –Una vez fui a Dachau –respondió. 
 ¿Con tu padre? 
 –Sí. 
 –¿Y qué viste allí? 
 –Mi padre me mostró un jardín 
 plantado con hierbas y me enseñó a 
 diferenciar unas de otras –dijo 
 Gudrun. 
 –Ya veo… ¿Quieres darme a entender 
 que no viste a ningún prisionero? 
 –Vi algunos prisioneros… –admitió 
 Gudrun. 
 –¿Y qué te explicó tu padre sobre 
 ellos? 
 –Me dijo que los que llevaban un 
 triángulo rojo eran presos políticos, y 
 los otros, criminales. 
 No le pudieron sacar nada más. 
 Gudrun se enteró de la muerte de su 
 padre por casualidad, sus captores se 
 la habían ocultado, pero un día un 
 periodista americano fue a entrevistar 
 a la mujer de Himmler en su celda y 
 Gudrun aprovechó para hacerle 
 aquella pregunta que nadie le 
 respondía: 
 –¿Dónde está mi padre? 
 –Muerto –respondió el periodista–. 
 Se envenenó con cianuro hace algún 
 tiempo. 
 Gudrun, que ya había cumplido los 
 quince años, sufrió un colapso físico y 
 mental. Era una chica pálida, 
 enfermiza, extremadamente delgada, 
 propensa a los desmayos y poco 
 desarrollada; a los dieciséis años la 
 tomaban por una niña de doce. 
 Siempre ha negado el suicidio de su 
 padre y afirma que fue asesinado. Los 
 americanos no sabían cómo sacarse 
 de encima a la viuda y la hija del 
 gerifalte nazi. Estas les confesaron que 
 no tenían familia, ni conocidos, ni 
 nadie a quien acudir. Estaban solas en 
 el mundo y tenían un apellido 
 maldito. Los americanos les 
 aconsejaron que se lo cambiaran, 
 pero Gudrun se resistió; mantuvo el 
 apellido Himmler, y cuando le 
 preguntaban sobre la ocupación de 
 su padre, contestaba: “Era el jefe de 
 las SS”. 
 Tuvo problemas para ser admitida en 
 la escuela y en la universidad y perdió 
 varios trabajos debido a su apellido, 
 pero se negó en redondo a 
 modificarlo; por voluntad propia se 
 convirtió en una especie de mártir del 
 nazismo. Con el tiempo se casó y 
 pasó a llamarse Gudrun Burwitz. Tuvo 
 varios hijos y fue una típica madre de 
 familia alemana, con un hobby muy 
 especial: Gudrun Burwitz es el alma de 
 una organización de apoyo a los 
 exmiembros del régimen nazi 
 denominada Stille Hilfe (ayuda 
 tranquila), que les presta ayuda 
 financiera, médica y legal, tanto en 
 Alemania como en otros países donde 
 buscaron refugio los nazis prófugos. 
 Stille Hilfe nació en 1951 como una 
 organización humanitaria, promovida 
 por la aristocracia nazi, la Iglesia 
 católica y la protestante, que contó 
 con el beneplácito del papa Pío XII, 
 de un obispo y del sacerdote 
 responsable de Cáritas de Alemania. 
 Dispone de amplios recursos y más de 
 un millar de benefactores. Gudrun 
 Burwitz es asidua a los mítines 
 neonazis y ha consagrado su vida a 
 rehabilitar la figura de su padre y a 
 glorificar su memoria. Es una nazi 
 convencida; para ella, su padre no fue 
 culpable, sino víctima. Al parecer, tiene 
 mal carácter, es una mujer áspera, 
 desabrida y terca que ha hecho de su 
 vida una cruzada: Gudrun Himmler 
 contra el mundo. 
  
 Artículo de CLARA USÓN. Publicado en 
 diario El País (10-05-2012)
