Hace seis años leí en el periódico 
 inglés The Times una historia que me 
 impresionó sobre una joven serbia, de 
 23 años, atractiva, simpática y muy 
 estudiosa, que cursaba el último curso 
 de Medicina en la Universidad de 
 Belgrado, quizá para cumplir la 
 vocación frustrada de su padre, quien 
 la quería con locura. Era una hija 
 modelo y se llamaba Ana; su padre es 
 Ratko Mladic, también conocido como 
 el Carnicero de Srebrenica, 
 comandante en jefe del Ejército 
 serbobosnio, el Himmler de Karadzic, 
 a quien se imputan, entre otros 
 crímenes de guerra, el prolongado 
 asedio de Sarajevo y la matanza de 
 8.000 musulmanes en Srebrenica, la 
 mayor masacre en suelo europeo 
 desde la II Guerra Mundial. 
 A principios de marzo de 1994, en 
 plena guerra de Bosnia, Ana fue a 
 Moscú con compañeros de curso en 
 viaje de fin de carrera. A su regreso 
 era otra: se quejaba de un incesante 
 dolor de cabeza, de no poder 
 concentrarse en el estudio de los 
 exámenes finales, estaba triste, 
 abatida, apenas hablaba… La noche 
 del 24 de marzo de 1994, Ana se 
 disparó un tiro en la sien con la 
 pistola favorita de su padre, quien se 
 hallaba en el frente. Esa pistola tenía 
 un significado especial en la familia: 
 era la que regalaron sus compañeros 
 al general cuando se graduó como el 
 mejor cadete de su promoción en la 
 academia militar de Belgrado. Mladic 
 había dicho que solo la dispararía 
 para celebrar el nacimiento del primer 
 nieto que llevara su apellido. En la 
 casa había otras dos pistolas. ¿Por 
 qué eligió aquella Ana? La hija de 
 Mladic no dejó ninguna nota que 
 explicara sus motivos. Tras su muerte 
 se dispararon los rumores: se decía 
 que Ana había descubierto en Moscú 
 las atrocidades perpetradas por su 
 padre y que esa revelación la empujó 
 al suicidio. Mladic sigue sin aceptar 
 que su hija se quitara la vida; sostiene 
 que fue asesinada o que alguien en 
 Moscú le inoculó un veneno que le 
 trastornó la mente. “Mi hija nunca se 
 mataría con esa pistola”, afirma. 
 “Sabía lo que significaba para mí”. 
 Si con su gesto Ana mandó a su 
 padre un mensaje cifrado que 
 buscaba hacerle recapacitar, no lo 
 consiguió: tras la muerte de su hija, la 
 crueldad de Mladic se desató hasta 
 extremos inconcebibles. Pocos días 
 después del entierro emprendió la 
 ofensiva de Gorazde, que bautizó con 
 el nombre de Operación Estrella, 
 apelativo cariñoso que daba a su hija. 
 En julio de 1995 invadió Srebrenica; 
 en menos de cuatro días, las fuerzas 
 de Mladic ejecutaron a sangre fría a 
 8.000 varones musulmanes de entre 
 12 y 75 años, todos civiles, que se 
 habían refugiado en la base militar de 
 la ONU de Potocari. Los cadáveres 
 fueron arrojados a fosas comunes. 
 Diecisiete años después, un equipo 
 internacional de forenses continúa 
 trabajando en la apertura de las fosas 
 y en la exhumación de los cuerpos 
 para su identificación. Ratko Mladic 
 permaneció fugitivo de la justicia 
 durante 15 años; era el criminal de 
 guerra más buscado de Europa. Poco 
 después de su captura en Serbia, en 
 mayo de 2011, Ratko Mladic pidió al 
 Gobierno serbio que antes de 
 extraditarlo a La Haya le permitieran 
 visitar la tumba de su hija, “o si no, 
 que me traigan su ataúd a la cárcel”, 
 dijo. Está previsto que mañana, 14 de 
 mayo, comience la vista oral de su 
 juicio en La Haya. 
 El caso de Ana Mladic es excepcional. 
 Las otras hijas de genocidas y tiranos 
 que acabo de mencionar, bien han 
 reaccionado negando los crímenes de 
 sus progenitores, bien han procurado 
 librarse de la culpa heredada 
 mediante la huida y una nueva 
 identidad. Ana Mladic se quitó la vida 
 cuando su padre era un héroe para 
 los que le rodeaban, cuando aún no 
 había perdido la guerra ni había caído 
 en desgracia. Ana era una joven 
 nacionalista serbia que creía 
 firmemente en la causa del general 
 Mladic y en su visión maniquea de la 
 contienda: nosotros somos los 
 buenos, y ellos, los musulmanes, los 
 malos; hay que aniquilarlos para que 
 no acaben con el pueblo serbio. Pero 
 algo sucedió en Moscú que 
 resquebrajó esa certidumbre. Todo 
 hace pensar que tuvo lugar una lucha 
 entre el amor filial y su sentido de lo 
 que estaba bien y lo que estaba mal: 
 se atrevió a dudar, a enfrentarse a la 
 verdad. He empleado tres años en 
 investigar la vida de Ana Mladic y el 
 conflicto bélico de los Balcanes. En mi 
 novela La hija del Este mezclo realidad 
 y ficción; creo que el lector advertirá 
 cuán cercano le resulta el personaje y 
 se dirá, como me decía yo en el curso 
 de mi investigación: “Podría haber 
 sucedido aquí, podríamos ser 
 nosotros”. 
  
 Foto Ratko Mladic 
 Artículo de CLARA USÓN. Publicado en 
 diario El País (10-05-2012)
