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27/9/15

La peonza

Un filósofo solía ir a donde los niños jugaban. Veía a uno de ellos que tenía una peonza y se ponía al
acecho. Apenas giraba la peonza, el filósofo la perseguía para cogerla. Que los niños gritaran e intentaran apartarle de su juguete, no le importunaba lo más mínimo. Si lograba coger la peonza mientras giraba, era feliz, pero sólo un instante, luego la arrojaba al suelo y se iba. Creía que el conocimiento de una pequeñez, por lo tanto también, por ejemplo, de una peonza girando, bastaba para alcanzar el conocimiento general. Por eso mismo no se ocupaba de los grandes problemas, lo que le parecía antieconómico; si realmente llegaba a conocer la pequeñez más diminuta, entonces lo habría conocido todo, así que se dedicaba exclusivamente a conocer la peonza.

Franz Kafka, “La peonza” (1920).

7/12/14

Carta de Franz a Max

Sanatorio naturista Jungborn en el Harz 22 VII 1912

Mi muy querido Max, ¿jugamos una vez más al juego de los niños infelices? Uno señala al otro y recita su antiguo verso.
Tu opinión actual sobre ti mismo es un capricho filosófico, mi mala opinión sobre mí mismo no es una mala opinión trivial. En esta opinión quizá se halle mi única virtud, después de haberla delimitado adecuadamente en el transcurso de mi vida, es aquello en lo que jamás, jamás he tenido que dudar, me da un orden para mí mismo y me tranquiliza suficientemente, a mí, que me rindo de inmediato ante la falta de claridad. Estamos suficientemente cerca uno de otro como para poder ver los entresijos en la argumentación de la opinión del otro. Yo incluso he llegado a detalles y ellos me han alegrado más de lo que tú aprobarías -¿de qué otro modo podría seguir sosteniendo la pluma en mano? Nunca he sido de aquellos que sacan adelante alguna cosa a cualquier precio. Pero precisamente de eso se trata. Lo que he escrito fue hecho en un baño tibio, no he vivido el
infierno eterno de los verdaderos escritores, a excepción de unos pocos arrebatos que puedo ignorar en mi juicio, a pesar de su fuerza quizá infinita, debido a su
escasa frecuencia y a la debilidad con que se manifestaron. También aquí escribo, muy poco desde luego, me lamento de mí mismo y también me alegro; éste es el modo en que las mujeres piadosas rezan a Dios, pero en las historias bíblicas se deberá pasar mucho tiempo antes de que pueda mostrar lo que ahora te escribo a ti, y aunque sólo sea por mí. Está elaborado sobre la base de pequeñas piezas más bien alineadas que entrelazadas; durante mucho tiempo seguirá por un camino recto, antes de llegar a formar el círculo deseado, y en aquel instante, en función del cual trabajo, las cosas no resultarán en absoluto más fáciles, mucho más probable es que, habiendo sido inseguro, pierda la cabeza. Por esto, será algo de lo que se podrá hablar solamente cuando concluya la primera versión.
¿No hiciste mecanografiar el Arche? ¡Esto si que lo ha golpeado! Y yo no le escribo y no le escribo. Por favor, diles a la Srta. T. y a Weltschy, y si es posible, a los Baum que los quiero a todos y que el cariño no tiene nada que ver con escribir cartas. Dile de tal forma que sea acogido mejor y más amablemente que tres cartas reales. Si quieres, puedes hacerlo. En nuestra historia común me ha alegrado únicamente, aparte de algunos detalles, el estar sentado junto a ti los domingos (haciendo excepción, desde luego, de los ataques de desesperación) y esta alegría me seduciría de inmediato y me arrojaría a continuar el trabajo. Pero tú tienes cosas más importantes que hacer, aunque sólo fuera el Ulises. Carezco de todo talento organizativo y por eso ni siquieras soy capaz de inventar un título para el anuario. Pero no olvides que en la invención los títulos mediocres o incluso malos alcanzan un buen
prestigio por influencias probablemente caprichosas de la realidad. ¡No digas nada contra la sociabilidad! También vine aquí por la gente y estoy satisfecho de que al menos en esto no me haya equivocado.
¡Cómo vivo en Praga! Esta necesidad que tengo de la gente y que se transforma en temor tan pronto se satisface, sólo está a gusto durante las vacaciones; sin duda que he cambiado un poco. Por otra parte, no leíste con atención mi horario, hasta las 8 escribo poco, pero después de las 8 nada, aunque es cuando más libre me siento.
Escribiría más sobre esto si no hubiera pasado todo el día tan tontamente con juegos de balón y de naipes y sentado y recostado en el prado. ¡No hago excursiones! El mayor peligro es.que ni siquiera veré el fragmento. ¡Si supieras cómo transcurre este corto tiempo! ¡Si fluyera con tanta claridad como el agua, pero se escurre como el aceite! El sábado por la tarde me iré de aquí (pero
hasta entonces me gustaría mucho recibir una tarjeta tuya), me quedaré el domingo en Dresde y llegaré por la noche a Praga. No iré por Weimar únicamente por una debilidad que vislumbro a distancia. Recibí una pequeña carta suya con
saludos de propia mano de la madre y tres fotografías. En las tres se la ve en distintas posiciones, en relación con las fotografías anteriores son incomparablemente nítidas y ¡es bella!. Y yo iré a Dresde fingiendo obligación y visitaré el jardín zoológico ¡que es donde debiera estar!
Franz

17/7/14

LA PEONZA

Un filósofo solía ir a donde los niños jugaban. Veía a uno de ellos que tenía una peonza y se ponía al
acecho. Apenas giraba la peonza, el filósofo la perseguía para cogerla. Que los niños gritaran e intentaran apartarle de su juguete, no le importunaba lo más mínimo. Si lograba coger la peonza mientras giraba, era feliz, pero sólo un instante, luego la arrojaba al suelo y se iba. Creía que el conocimiento de una pequeñez, por lo tanto también, por ejemplo, de una peonza girando, bastaba para alcanzar el conocimiento general. Por eso mismo no se ocupaba de los grandes problemas, lo que le parecía antieconómico; si realmente llegaba a conocer la pequeñez más diminuta, entonces lo habría conocido todo, así que se dedicaba exclusivamente a conocer la peonza.
Franz Kafka, “La peonza” (1920)

14/3/12

"EL SILENCIO DE LAS SIRENAS"

Existen métodos insuficientes, casi
pueriles, que también pueden servir
para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las
sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera
y se hizo encadenar al mástil de la
nave. Aunque todo el mundo sabía
que este recurso era ineficaz, muchos
navegantes podían haber hecho lo
mismo, excepto aquellos que eran
atraídos por las sirenas ya desde lejos.
El canto de las sirenas lo traspasaba
todo, la pasión de los seducidos
habría hecho saltar prisiones más
fuertes que mástiles y cadenas. Ulises
no pensó en eso, si bien quizá alguna
vez, algo había llegado a sus oídos. Se
confió por completo en aquel puñado
de cera y en el manojo de cadenas.
Contento con sus pequeñas
estratagemas, navegó en pos de las
sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un
arma mucho más terrible que el canto:
su silencio. No sucedió en realidad,
pero es probable que alguien se
hubiera salvado alguna vez de sus
cantos, aunque nunca de su silencio.
Ningún sentimiento terreno puede
equipararse a la vanidad de haberlas
vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no
cantaron cuando pasó Ulises; tal vez
porque creyeron que a aquel enemigo
sólo podía herirlo el silencio, tal vez
porque el espectáculo de felicidad en
el rostro de Ulises, quien sólo pensaba
en ceras y cadenas, les hizo olvidar
toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna
manera) no oyó el silencio. Estaba
convencido de que ellas cantaban y
que sólo él estaba a salvo.
Fugazmente, vio primero las curvas de
sus cuellos, la respiración profunda,
los ojos llenos de lágrimas, los labios
entreabiertos. Creía que todo era parte
de la melodía que fluía sorda en torno
de él. El espectáculo comenzó a
desvanecerse pronto; las sirenas se
esfumaron de su horizonte personal, y
precisamente cuando se hallaba más
próximo, ya no supo más acerca de
ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se
estiraban, se contoneaban.
Desplegaban sus húmedas cabelleras
al viento, abrían sus garras acariciando
la roca. Ya no pretendían seducir, tan
sólo querían atrapar por un momento
más el fulgor de los grandes ojos de
Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido
conciencia, habrían desaparecido
aquel día. Pero ellas permanecieron y
Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la
historia. Se dice que Ulises era tan
astuto, tan ladino, que incluso los
dioses del destino eran incapaces de
penetrar en su fuero interno. Por más
que esto sea inconcebible para la
mente humana, tal vez Ulises supo del
silencio de las sirenas y tan sólo
representó tamaña farsa para ellas y
para los dioses, en cierta manera a
modo de escudo.

FRANZ KAFKA

Imagen: John William Waterhouse