La sustitución de Dios como 
 inteligencia creadora, por el azar es un 
 terrible paso atrás que la humanidad 
 dio en base a una malintencionada y 
 absurda Teoría de la Evolución. 
  
 En el siglo XV los científicos afirmaban 
 que la Tierra era plana. Para sostenerla 
 dilucidaron que debía apoyarse en 
 cuatro elefantes gigantes, que a su vez 
 se hallaban sobre una gran tortuga. 
 Según esa teoría «científica», si alguien 
 llegaba al «fin del mundo» caería hasta 
 los pies de los elefantes. Si sobreviviera 
 sería pisoteado por ellos y, si lograra 
 escapar, la tortuga lo devoraría. 
 Corría el siglo XIX cuando Charles 
 Darwin enunció la teoría de la 
 Evolución de las Especies en su libro El 
 origen de las especies por medio de la 
 selección natural, o la preservación de 
 las razas preferidas en la lucha por la 
 vida. 
 En aquel tiempo se dieron cita una 
 serie de «grandes hombres» (y 
 remarco las comillas) que desarrollaron 
 esta teoría, que avanzó paralelamente 
 a la Eugenesia (el mismo hijo de 
 Charles Darwin fue presidente de la 
 Sociedad Eugenésica) y de todo tipo de 
 teorías destinadas a un único fin: 
 declarar que el hombre blanco es 
 superior a todas las demás criaturas, y 
 que la élite británica de aquellos 
 tiempos era superior al resto de los 
 hombres blancos, por cuanto eran la 
 culminación de esa supuesta 
 evolución. 
 Entre otras joyas cabe destacar del 
 mencionado libro que el hombre 
 negro es el eslabón entre el gorila y el 
 hombre blanco, y que la mujer está 
 menos evolucionada al poseer 
 comportamientos de imitación 
 próximos a los animales. 
 Por su parte, la mencionada Eugenesia 
 ha llevado al asesinato y a la 
 esterilización de miles de hombres y 
 mujeres de clases pobres, al defender 
 que las clases acomodadas lo son por 
 derecho «evolutivo», y es, por lo tanto, 
 de derecho natural que esas clases 
 altas controlen a las más pobres y, 
 consecuentemente, menos 
 evolucionadas. 
 En este orden de cosas, cabe destacar 
 que los científicos y profesores más 
 fervientemente darwinistas jamás han 
 leído a Darwin, y se limitan (como es 
 habitual en las «universidades» de 
 nuestros tiempos) a recitar al pie de la 
 letra lo que la ciencia oficializada ha 
 decidido que es lo correcto. 
 Al hablar de «verdades oficializadas» 
 nos referimos a todas esas teorías 
 nunca demostradas que enseñamos a 
 nuestros hijos en las escuelas como 
 algo irrefutable, y que, más allá de 
 esto, dejan fuera del mundo científico 
 a quien ose contradecirlas; erigiendo 
 muros exclusivos y xenófobos a los 
 críticos que pretendan abrir puertas 
 para que entre la luz en el mundo de 
 la ciencia dogmática. 
 Si de verdad todas las formas de vida 
 procedieran de una misma forma 
 original, y esta hubiera evolucionado 
 durante millones de años 
 ramificándose y dando lugar a la 
 multiplicidad biológica que hoy habita 
 este planeta, es obvio que este proceso 
 hubiera durado millones y millones de 
 años, y como consecuencia el planeta 
 estaría plagado de fósiles de 
 intermedios entre todas las formas de 
 vida que conocemos. 
 Pero más allá de esta afirmación, si el 
 gorila (o el chimpancé, como más tarde 
 se ha declarado por parte de la ciencia 
 oficial) evolucionó en hombre; 
 teniendo en cuenta que el chimpancé 
 ha sobrevivido y que el hombre 
 también, ¿por qué todos los infinitos 
 intermedios desaparecieron? Y ¿dónde 
 están sus restos? 
 Y ahora extendamos esta afirmación a 
 todas las especies: si el original y el 
 destino de una evolución cualquiera 
 sobreviven, ¿dónde están todos los 
 intermedios entre todas las especies 
 que existen? 
 No tiene sentido. 
 En un segundo análisis, cabe decir que 
 un estudio científico realizado en Italia 
 durante los años 80 determinó que la 
 probabilidad de que se cree un 
 Aminoácido por puro azar era de 
 1/1023. 
 Escribámoslo para entender la cifra: 
 0,00000000000000000000001. 
 La siguiente pregunta es: ¿y con eso 
 tenemos vida? Absolutamente ¡no! 
 Un aminoácido es solamente una 
 molécula que conforma un gen. Para 
 fomar un gen, necesitaríamos cientos 
 de aminoácidos que se combinaran 
 perfectamente, de modo que dieran 
 lugar a una cadena de aminoácidos 
 que formaran un gen válido, pues no 
 cualquier combinación de aminoácidos 
 generaría un gen adecuado. De modo 
 que la probabilidad habría que ir 
 multiplicándola tantos cientos de veces 
 como aminoácidos se necesitan para 
 formar un gen, y luego añadir la 
 dificultad de que la combinación de 
 estos fuera la precisa. 
 Así pues, el resultado es que, para 
 escribir cabalmente la cifra que 
 expresara la probabilidad de que se 
 forme un gen por puro azar, 
 necesitaríamos enciclopedias 
 completas llenas de ceros. 
 Pero eso es solo un gen. Ahora 
 necesitamos una cadena de genes, 
 creados por casualidad, que de nuevo 
 se combinen exactamente de la 
 manera precisa para dar lugar a un 
 cromosoma que, a su vez, sea válido 
 para la vida. 
 Obviamente, la cifra que estamos 
 barajando es tan ínfima, que ya no 
 cabe hablar de que la formación de un 
 cromosoma por casualidad sea 
 improbable y tendríamos que afirmar 
 que es imposible. 
 Pero sigamos; ya tenemos un 
 cromosoma. Ahora necesitamos que se 
 formen proteínas para dar lugar a la 
 primera forma que podríamos 
 denominar «vida» y que es el virus. 
 Esas proteínas tienen que combinarse 
 adecuadamente para que respondan a 
 la información de los cromosomas, 
 ¡por azar!: imposible. 
 Supongamos que sí que aparece por 
 ahí una cadena de proteínas y se 
 combina con ese cromosoma. Ya 
 tenemos un virus. ¿Qué es lo que 
 caracteriza a un virus?: ¡que no es 
 capaz de reproducirse por sí mismo! 
 Necesita una célula o una bacteria para 
 reproducirse… Por eso durante mucho 
 tiempo se consideró que el virus ni 
 siquiera era un ser vivo. 
 Pues bien, esta teoría se la enseñamos 
 a nuestros hijos en las escuelas como 
 algo válido y demostrado. 
 Afortunadamente, científicos de la talla 
 de Máximo Sandín, biólogo y profesor 
 de Evolución Humana en la 
 Universidad Autónoma de Madrid, dan 
 la cara y ponen los puntos sobre las 
 íes. A costa, claro está, de convertirse 
 en el hazmerreír de sus 
 «compañeros», siendo denostados y 
 arriesgándose a perder sus propios 
 empleos, se atreven a levantar la 
 bandera de peligro y afirmar que «lo 
 no puede ser no puede ser, y además 
 es imposible». 
 La selección natural es algo obvio, 
 innegable. ¿Quién puede dudar de que 
 el más fuerte se impone en la 
 naturaleza, para procrearse por 
 delante de los más débiles, dando 
 lugar a una selección genética? 
 Pero ¿cómo decir que un pez tenía 
 muchas ganas de andar y, como 
 consecuencia, se le desarrollaron patas 
 y salió del agua? ¿Cuándo se ha visto 
 una especie transformarse en otra? 
 ¿Dónde están todos los intermedios? 
 El hombre siempre ha querido volar. 
 ¿Alguien tiene en sus espaldas el 
 atisbo de la aparición protuberante de 
 unas futuras alas? Absurdo. Falso. 
 La corrupción se cuela calladamente en 
 nuestras mentes como el agua por las 
 rendijas del edificio desahuciado. Es 
 difícil verla. Especialmente cuando 
 desde niños nos han hecho comulgar 
 con ruedas de molino. 
 Con razón dijo un sabio: «El mayor 
 problema de la ciencia no es lo que 
 desconoce, sino lo que cree que 
 conoce pero es falso».
