Las lenguas cambian . Antes se 
 decía que degeneraban, y ahora 
 que evolucionan. Yo no estoy 
 totalmente de acuerdo con 
 ninguno de los dos conceptos, 
 pero creo que la realidad se 
 aproxima más a lo segundo: las 
 lenguas cambian porque 
 cambian las necesidades de los 
 hablantes, y estas necesidades 
 provocan los cambios. Por 
 ejemplo, un cambio universal 
 que se da en todas las lenguas 
 es que se van acortando con el 
 tiempo. Verbigracia, el inglés es 
 más antiguo que el castellano, y 
 esto se ve en que sus palabras 
 son, de media, más cortas. Al 
 mismo tiempo, sabemos que el 
 chino es anterior al inglés, por la 
 misma razón. Y para explicar 
 esto tenemos que echar mano 
 de la teoría de la información y 
 otros avances en el campo de la 
 lingüística. 
 Las lenguas se rigen, 
 generalmente, por el principio 
 de economía. Esto tiene que ver, 
 como casi todo, con la 
 conservación de la energía: la 
 energía disponible para el 
 cuerpo es limitada y difícil de 
 conseguir, y por lo tanto es 
 lógico que los organismos 
 tiendan a ser rácanos en cuanto 
 a su uso. Podemos ver ejemplos 
 claros en dos lenguas que todos 
 conoceréis: el castellano y el 
 inglés. En el castellano, por 
 ejemplo, el sujeto de la oración 
 casi nunca se dice, a no ser que 
 queramos destacarlo por algún 
 motivo. No decimos: «Deme 
 usted un paquete de tabaco», ni 
 «Yo voy a comprarme un coche 
 nuevo», a menos que exista 
 confusión sobre quién debe 
 darme el tabaco o quién va a 
 comprarse un coche. En nuestro 
 idioma, los verbos ya tienen 
 incluido el morfema de persona , 
 y por lo tanto volver a decirlo 
 con un pronombre sería 
 totalmente redundante y un 
 derroche de energía. Sin 
 embargo, en inglés es 
 obligatorio… ¿por qué? Pues 
 porque los verbos, en inglés 
 (excepto en la tercera persona 
 del singular), no incluyen el 
 morfema de persona en su 
 conjugación, y por lo tanto si 
 dijéramos «Will buy a new car» 
 nos sería imposible saber quién 
 va a adquirir el nuevo auto. 
 No obstante, hay veces en que 
 descubrimos que los idiomas sí 
 son redundantes, y a veces 
 hasta límites desquiciados. Por 
 ejemplo, en la oración «Da le a 
 tu hermana un vaso de agua» 
 tenemos dos expresiones que 
 quieren decir lo mismo: «le» y «a 
 tu hermana». Estos casos se 
 suelen explicar por la presencia 
 de ruido en la comunicación. El 
 ruido es cualquier elemento que 
 distorsione el mensaje haciendo 
 peligrar su objetivo informativo, 
 y no tiene por qué ser un 
 fenómeno acústico: puede ser, 
 por ejemplo, la falta de atención 
 del oyente, la pronunciación 
 defectuosa del hablante o un 
 interlocutor que no domine 
 totalmente nuestro idioma. Por 
 definición el ruido es 
 incontrolable, y es por ello que 
 todas las lenguas naturales 
 poseen elementos que repiten 
 informaciones. A este fenómeno 
 se le llama redundancia . Los 
 sistemas de comunicación 
 artificiales, en general, suelen 
 prescindir de la redundancia 
 para hacerse más económicos 
 (sirva de ejemplo la notación de 
 las matemáticas). Sin embargo, 
 cuando la información es tan 
 importante que puede poner en 
 riesgo o a salvo una vida, los 
 lenguajes artificiales también 
 usan de ella: el color rojo del 
 semáforo sería suficiente para 
 que entendiéramos que 
 debemos detener nuestro 
 coche. Pero hay ciertas personas 
 que sufren de un ruido especial: 
 la enfermedad del daltonismo, 
 que puede hacerles confundir el 
 color rojo con el verde. Por eso 
 en los semáforos se utiliza la 
 redundancia: la luz roja significa 
 «parar»; la luz en la posición de 
 arriba significa «parar». Por eso 
 los semáforos tienen tres 
 bombillas, y no una bombilla 
 que cambie de color. El mensaje 
 es redundante a cosa hecha 
 para asegurar que el ruido no 
 afecte al éxito de la 
 comunicación. 
 Así que las lenguas se van 
 acortando. En general, los 
 hablantes suelen elegir términos 
 más cortos para decir lo mismo, 
 aunque hay excepciones. 
 Algunas personas, para que sus 
 mensajes suenen más 
 grandilocuentes y así parecer 
 más cultos y arañar algo de 
 prestigio social, eligen decir 
 términos más largos para 
 distinguirse del vulgo parlante. A 
 veces alargan de manera ilógica 
 las palabras con morfemas 
 vacíos de contenido 
 («influenciar» por «influir»); a 
 veces utilizan términos 
 incorrectos, y lo gracioso es que 
 lo hacen para parecer más 
 cultos («deflagración» por 
 «explosión», «escuchar» por 
 «oír»); a veces introducen 
 barbarismos («orfelinato» por 
 «orfanato»). Sí, en gran medida 
 estos defectos los exhiben 
 algunos periodistas, esos que 
 en teoría son profesionales de la 
 palabra. Pero, aparte estos y 
 otros hipercultismos, el caso es 
 que la gente normal, que es la 
 que crea la lengua en mayor 
 medida, suele elegir palabras 
 cortas antes que las largas (y 
 acortar las existentes, y sirvan 
 los ejemplos «boli», «profe», 
 «insti» y otros ya totalmente 
 asentados, como «cine» de 
 «cinematógrafo», «metro» de 
 «metropolitano» y «moto» de 
 «motocicleta»). 
 Y los acortamientos no son sólo 
 mutilaciones de parte de la 
 palabra, sino que abundan los 
 acortamientos fonéticos. En 
 andaluz, por ejemplo, no suele 
 decirse la -s final de los plurales. 
 ¿Pero siguen distinguiendo los 
 plurales de los singulares? Por 
 supuesto, abriendo más la vocal 
 final en el plural (esto se nota 
 mucho, por ejemplo, en el 
 andaluz de Almería). Otra 
 pérdida frecuente es el de la -d- 
 intervocálica, especialmente en 
 los participios ( echao, cansao , 
 leío ). En este caso la -d- no 
 necesita ser sustituida por otro 
 procedimiento, puesto que era 
 un elemento redundante y 
 aunque no la pronunciemos, no 
 hay posibilidad de confundir el 
 participio con otra unidad, como 
 sí la había de confundir el 
 singular con el plural en el caso 
 de la pérdida de la -s. 
 En el caso que nos ocupa, el del 
 latín, el primer cambio que inició 
 la larga caminata hacia nuestro 
 idioma fue la pérdida de la -M 
 final en los acusativos. El 
 castellano «rosa» viene del 
 acusativo latino ROSAM; el 
 castellano «puerto» viene del 
 acusativo latino PORTVM. Dicen 
 los entendidos que esa -M ya no 
 se pronunciaba en el período 
 clásico más que por gente 
 afectada, pero los hablantes 
 cultos la seguían escribiendo, 
 igual que los andaluces cultos 
 siguen escribiendo la -s de los 
 plurales, aunque no la 
 pronuncien. 
 A menudo, a la pérdida de la -M 
 final le seguía la pérdida de la 
 vocal anterior, siempre que la 
 consonante precedente pudiese 
 ir al final de la palabra en el 
 sistema lingüístico 
 correspondiente. Por ejemplo, 
 en el latín CAESPITEM primero 
 cayó la -M y luego la -T- se 
 convirtió en -D- (lo que trataré 
 en un artículo posterior); como 
 el castellano admite la -d al final 
 de palabra, la -E acabó cayendo 
 y dando el español «césped». 
 Sin embargo, en nuestro idioma 
 la *-ch no puede ser final de 
 palabra, y por eso «noche» (de 
 NOCTE) se ha quedado así y no 
 *noch, aunque esto pasó en 
 algunos dialectos peninsulares, 
 como el mozárabe. 
 También era frecuente la 
 pérdida de la vocal que 
 sucediese a la que llevaba el 
 acento, sobre todo en palabras 
 largas. Es lo que sucedió con 
 SPATVLA, con acento en la 
 primera A. La V (en este caso no 
 es consonante, sino la vocal 
 «u») átona acabó cayendo y 
 dando spadla. Como nuestro 
 sistema consonántico aborrece 
 el grupo -dl-, estas consonantes 
 cambiaron sus lugares en un 
 proceso llamado metátesis y 
 dieron el castellano «espalda». 
 (Dos cuestiones sobre nuestra 
 espalda: 1. Si decimos que las 
 lenguas se acortan, ¿por qué 
 hemos añadido una e- al 
 principio? Pues porque en el 
 sistema fonológico del 
 castellano no existe el grupo sp- 
 al inicio de palabra (al contrario 
 que en inglés: spider ), y 
 entonces la lengua añade un 
 sonido. Es lo que se llama 
 técnicamente prótesis. Sucede 
 en multitud de términos como 
 «espada» (del latín SPATHA, que 
 a su vez viene del griego) o 
 «espina» (de SPINA). 2. Hay otra 
 palabra castellana que viene de 
 SPATVLA: sí, es «espátula». En 
 este caso el único cambio ha 
 sido la prótesis de la e-. En 
 casos como estos, en que 
 tenemos un término que ha 
 evolucionado fonéticamente del 
 latín y otro que hemos 
 adoptado prácticamente sin 
 cambios en época más reciente, 
 hablamos de dobletes 
 lingüísticos . Otros ejemplos son 
 «cátedra» y «cadera» (de 
 CATHEDRA), «minuto» y 
 «menudo» (de MINVTVM), 
 «auscultar» y 
 «escuchar» (AVSCVLTARE), etc.) 
 La pérdida de la primera vocal 
 de una palabra, si iba seguida 
 de consonante, era un hecho 
 rarísimo, aunque está 
 documentado en vocablos como 
 «bodega» (de APOTHECA, 
 término latino prestado del 
 griego) y un pequeño puñado 
 más. 
  
  
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