Esta pequeña obra fue escrita por 
 Nietzsche en 1888, en una época que él mismo consideraba la más fecunda de su actividad filosófica. El fragmento que presentamos a continuación, correspondiente al último capítulo, nos ofrece la visión que el propio Nietzsche 
 tiene de su relación con los antiguos, destacando el haber sido el primero en comprender el instinto, rico y desbordante, de los antiguos griegos. 
 Y aquí va un fragmento: 
 Yo he sido el primero que, para 
 comprender el antiguo instinto de los 
 griegos, rico y desbordante, haya 
 tomado en serio aquel fenómeno 
 maravilloso que lleva el nombre de 
 Dionisos: sólo es concebible como un 
 exceso de fuerza. Quien, como jakob 
 Burckhardt, que hoy vive en Basilea, 
 sea un profundo conocedor de los 
 griegos, sabrá medir el valor de mi 
 aportación: Burckhardt agregó a su 
 Civilización de los griegos un capítulo 
 correspondiente al fenómeno 
 nombrado. Si se quiere contemplar lo 
 contrario, considérese la casi hilarante 
 pobreza de instinto de los filólogos 
 alemanes confrontados a Dionisos. El 
 famoso Lobeck por ejemplo -que con 
 la venerable seguridad de un gusano 
 disecado entre libros se introduce en 
 este mundo misterioso de estados de 
 ánimo y se persuade de que es 
 científico por mostrarse ligero y pueril 
 hasta la náusea- con todo el 
 despliegue de su erudición ha hecho 
 saber que todas estas curiosidades 
 están vacías de contenido. De hecho, 
 los sacerdotes de estas orgías podrían 
 haber comunicado a los participantes 
 algo no necesariamente desprovisto de 
 valor: que el vino despierta el placer, 
 por ejemplo, o que el hombre, bajo 
 ciertas circunstancias, puede vivir de 
 frutos, o que las plantas florecen en 
 primavera y se marchitan en el otoño. 
 Por lo que se refiere a aquella extraña 
 riqueza de ritos, de símbolos y mitos 
 de origen orgiástico de que se ve 
 materialmente invadido el mundo 
 antiguo, Lobeck encuentra en ella 
 ocasión para mostrarse aún más 
 ingenioso. "Los griegos -dice 
 (Aglophamus, 1, 672) cuando no 
 tenían otra cosa que hacer reían, 
 saltaban o, como quiera que el 
 hombre encuentra también placer en 
 ello, se sentaban, gemían y lloraban. 
 Otros acudían más tarde y buscaban 
 algún motivo para este extraño juego; y 
 así surgieron, para explicar aquellos 
 usos, innumerables leyendas y mitos. 
 Por otra parte, se creía qué aquellos 
 gestos burlescos, que se verificaban en 
 los días de fiesta, pertenecían también 
 necesariamente a la solemnidad 
 festiva, y fueron conservados como 
 una parte indispensable del culto." 
 Esto no es más que charlatanería 
 irrelevante; a la especie de los Lobeck 
 no se la puede tomar ni por un 
 momento en serio. De un modo 
 completamente diferente nos ocupa el 
 examen del concepto de griego 
 elaborado por Goethe y Winckelman, 
 el cual resulta sin embargo 
 incompatible con aquellos elementos 
 de los que surge el arte dionisíaco: con 
 lo orgánico, con lo orgiástico. De 
 hecho, no dudo de que Goethe haya 
 excluido fundamentalmente tal 
 posibilidad de su concepción del alma 
 griega. En consecuencia, Goethe no 
 entendió a los griegos. Ya que en los 
 misterios dionisíacos en primer lugar, 
 en la psicología del estado dionisíaco 
 se revela el rasgo fundamental del 
 instinto de los griegos: su "voluntad de 
 vivir". ¿Qué es lo que se aseguraba el 
 heleno mediante esos misterios? La 
 vida eterna, el eterno retorno de la 
 vida; el futuro consagrado y prometido 
 en lo que pasa y decae; el sí triunfal a 
 la vida por sobre la muerte y el 
 cambio; la verdadera vida como el 
 proceso total del vivir a través de la 
 generación, de los misterios de la 
 sexualidad. Para los griegos era el 
 símbolo sexual el símbolo venerable en 
 sí, el auténtico sentido profundo 
 dentro de toda la religiosidad antigua. 
 Cada detalle en el acto de la 
 generación, del embarazo, del 
 nacimiento, despertaba los 
 sentimientos más elevados y festivos. 
 En la enseñanza de los misterios el 
 dolor se santifica: los "dolores de la 
 parturienta" santifican al dolor en 
 general; todo devenir y crecer, todo lo 
 que' garantiza el porvenir tiene por 
 condición el dolor... Para que exista el 
 eterno placer del crear, para que la 
 voluntad de vivir se afirme 
 eternamente, debe existir también 
 eternamente el "dolor de la 
 parturienta"... Todo esto significa la 
 palabra Dionisos: no conozco 
 simbolismo más elevado que este 
 simbolismo griego, el de Dionisos. En 
 él se arraiga el más profundo instinto 
 de la vida, el del futuro de la vida, el de 
 la eternidad de la vida, experimentado 
 religiosamente: el camino mismo a la 
 vida, el alumbramiento, es el camino 
 sagrado... Sólo el cristianismo, con su 
 básico resentimiento hacia la vida, ha 
 hecho de la sexualidad algo impuro: 
 cubrió de mugre el principio, la 
 premisa de nuestra vida... 
 La psicología de lo orgiástico como un 
 desborde del sentimiento vital y de 
 fuerza, dentro del cual el dolor actúa 
 como estimulante, me dio la clave para 
 mi concepto del sentimiento trágico, 
 que ha sido malentendido tanto por 
 Aristóteles como, en particular, por 
 nuestros pesimistas. La tragedia está 
 tan lejos de probar el pesimismo de 
 los helenos en el sentido de 
 Schopenhauer, que más bien vale 
 como su decisivo rechazo, como la 
 instancia opuesta. El afirmar la vida, 
 aun en sus problemas más extraños y 
 duros, la voluntad de vivir que, en 
 sacrificio a sus tipos más altos, se 
 alegra de su propia inagotabilidad, 
 esto lo llamo yo dionisíaco y lo adivino 
 como el puente hacia la psicología del 
 poeta trágico. No para librarse del 
 terror y de la compasión, no para 
 purificarse de un afecto peligroso a 
 través de una vehemente descarga -así 
 lo entendió Aristóteles-: sino para, por 
 sobre el terror y la compasión, ser uno 
 mismo la eterna alegría del devenir - 
 alegría que incluye también la alegría 
 del aniquilamiento... Y de este modo 
 regreso al lugar del que partí una vez; 
 el Origen de la tragedia fue mi primera 
 trasmutación de todos los valores: de 
 este modo regreso al fundamento en 
 el cual se origina mi voluntad y mi 
 poder; yo, último discípulo del 
 Dionisos filósofo; yo, maestro del 
 eterno retorno.. 
 (Según la versión de Roberto 
 Echevarren, "El ocaso de los ídolos", 
 Tusquets Editores, Barcelona, 1972)
